De «Francisco no juzga» y otros timos celestiales (y II)

En Asís vivió un apacible asceta que había renunciado a sus riquezas materiales para mendigar y luego viajar por el oriente, divulgar un mensaje de luz interna, vivir en armonía con la biósfera terrestre, llamar hermanos a los animales y, si la agenda permitía, también levitar. Vaya novedad: todo esto lo hacía Buda dieciocho siglos atrás y, de paso, modeló el formato de los monjes voladores.

Aquel fraile menor respondía al apodo de Francisco[1], apodo que, casi ochocientos años más tarde, tomó para sí el señor Jorge Mario Bergoglio Sívori después de que sus colegas resolvieran, por inspiración de la tercera persona de la Santísima Trinidad, facilitarle las llaves de los cielos y la tierra (nada menos).

Hasta entonces, Bergoglio había sido un cardenal que se desplazaba en metro y no con chofer, vivía en un apartamento y no en la residencia arzobispal, y, al parecer, le interesaba la misma gente que al supuesto fundador de su religión y no la gente a la que hostigó ese mismo fundador. Es decir, era todo un sedicioso en una escala clerical habituada al boato, a los banquetes y a las tiaras de tres pisos.

El 13 de marzo último, una fumata blanca le anunció al planeta que ya podía regocijarse porque a la capital italiana se le acababa de conseguir obispo. Y, así, vestido con una impecable y bien planchada indumentaria de color marfil, el nuevo Francisco cautivó a sus súbitos (y súbditos) seguidores; entre otras cosas, porque salía muy agraciado en comparación con el anciano bávaro que quitaba el hipo con sus ojos y sonrisa de poseso.

En apenas unos meses, el jesuita de actitud franciscana se granjeó simpatías porque incluyó pies musulmanes y femeniles en el lavatorio del Jueves Santo. Sacó sus maletas de la mansión papal, sus suelas se vieron gastadas, su estilo ha sido menos aparatoso y, en suma, se le ha aplaudido por hacer todo lo que tiene obligación de hacer según el ejemplo de su mesías. Incluso se pensó que sería más veloz en extirpar el sarcoma de la avaricia entre birretes, o más audaz en afrontar los escándalos sexuales en el seno de un clero bastante menos gerontófilo que su propia jerarquía.

Pero es probable que el tufo de la podredumbre vaticana lo haya forzado a delegar la expurgación en otras púrpuras, como de hecho ocurrió, porque tal trabajo iba más allá de sus fuerzas y estas cosas toman tiempo. Y el tiempo, claro está, no es causa de inquietud para una organización que afirma contar con dos milenios de existencia.

Así y todo, aunque haya admitido que por motivos psicológicos no vive en soledad, Bergoglio parecía muy cerca de estar cuerdo. Hasta que lo llevaron al Brasil, a hablar frente a una muchachada que lo esperaba para aclamarlo en la más pura rutina del histrión Karol Wojtyla, quien gustaba mucho de los vítores. A riesgo de tropiezo con una reductio ad Hitlerum, es lícito observar que todo este culto a la personalidad remite a las juventudes teutonas de otro encandilador que también se bañaba en multitudes y ovaciones. Y utilizaba igualmente una cruz, solo que gamada.

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El avión que llevó al papa de vuelta a su obispado fue testigo de ortodoxias: Bergoglio/Francisco reafirmó el rechazo católico a que haya mujeres con alzacuellos, equiparó a divorciados con heridos, y comparó con la estafa y la mentira a los matrimonios entre personas del mismo sexo. Es decir, nada nuevo bajo el sol que iluminó a doctores seráficos y angélicos, teóricos místicos, hermeneutas de la mente de dios y demás exponentes de ficciones falocéntricas.

Que es preciso ampliar la participación de las mujeres en la Iglesia, indicó el pontífice. Muy bien. Pero en seguida aseveró que, sobre el sacerdocio femenino, «la Iglesia ha hablado y dice no». ¡Caramba! De modo que hemos estado equivocados: resulta que la Iglesia no es el conjunto de los fieles bautizados, sino la cúspide de su organigrama, y ahí se toman decisiones a golpe de solideos y de anillos del Pescador. Las mujeres que hablan, según colegimos, no son Iglesia.

Poco vale la opinión de las damas: en la Iglesia hay «príncipes», no princesas, y son aquellos quienes mandan. El Colegio Cardenalicio seguirá deliberando en tesitura de tenor, no de soprano. Y si Francisco sostiene que la ordenación de las mujeres es una «puerta cerrada», pues es una puerta cerrada y no se hable más. ¿Quién la cerró? Un venerable caballero muy cortés y polonés, a quien se le abrían puertas de palacios y puertas de Alitalia con una frecuencia digna de rotativa.

¿Por ilación de qué lógica puede comprenderse que obsequiar a las señoras un redondo «no» para oficios eclesiales reservados a los hombres sea una postura más inclusiva hoy que ayer, como han inferido algunos analistas? ¿Por qué hay terror a investir con báculo y mitra a las mujeres? ¿Necesita la consagración de la hostia que intervenga la próstata, o es que tal prodigio depende del escroto?

Si bien el escroto no dicta homilías, la neurosis paulina y la patrística engendraron con los siglos una tradición teológica que sigue tratando a la mujer como«complemento» y no como persona. De resultas, la disyuntiva católica a que se enfrentan las congéneres de María consiste en ser lo siguiente: o máquinas de parir, claro está que bien casadas con varones creyentes, o vírgenes casadas con Cristo, en perfecta sumisión y enfundadas en hábitos a los que faltan diez centímetros de cara y veinte de pierna para llevar el nombre de burkas. Las dulces regentas de La Magdalena, con la caridad de sus maltratos, quedarán en otro tintero.

Si acaso, con suerte, la generosidad apostólica también ha concedido a las mujeres el don de ser alegres lavanderas de ropa interior presbiteral o el rol de cocineras en casas parroquiales. Las floristas de los templos no están menos colmadas de honra según este dadivoso reparto de quehaceres. Ser costureras de imágenes, profesoras de religión, directoras de centros de beneficencia, cargadoras en procesiones o asistentas en misa ya es mucha distinción. Las prioras y abadesas, por supuesto, no son bienvenidas en los sínodos en virtud de sus vaginas.

Pero Francisco quiere mayor participación femenina en este timo celestial, y quizá hasta lo ataque el insomnio — pobre hombre — cuando piensa en dónde colocar a tanta mujer: como mucho, en la sacristía o por el campanario, pero nunca tras el altar.

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Podemos decir que ha muerto la ironía cuando un dictador infalible afirma no ser quién para juzgar a nadie. Cabe asimismo la posibilidad de que el sucesor de san Pedro, en un arranque burlesco, nos quiera gastar una broma para darnos la primicia de algún festival del humor cristiano del que no tengamos noticia. ¡Qué maravilla! ¿Será factible que pronto los veamos a él y a sus eminentes subalternos parodiándose a sí mismos mientras reparten besos, desde una carroza festiva, en el desfile del orgullo gay de una ciudad como São Paulo, ya puestos a aprovechar el ímpetu de los jóvenes llegados con rosarios al país del Corcovado y del pecaminoso carnaval? ¡Sería emocionante!

¿Descabellado? ¡Qué va a ser! No hay yacimiento más rico en guiones para el teatro del absurdo que el Catecismo de la Iglesia católica. Daría la impresión de que sus redactores y propagandistas hubieran invocado no a su dios, sino a Talía, antigua musa protectora de los farsantes… ¡Pero qué pánfilos hemos sido! ¿Por qué no ha pasado por la mente de nadie contratarlos como cómicos en trasnoches de vodevil y cabaré? Sospecho que la respuesta tiene que ver con una considerable baja en la producción de tomates.

Volvamos a la médula: en un aliento declara Francisco que no es nadie para juzgar a los gais, y en el aliento siguiente los considera en necesidad de pedir perdón. Disculpe usted, «santo padre», pero sugerir que una persona debe buscar el perdón ya es juzgarla, a priori, como si esta hubiese cometido un acto reprensible por el cual debería suplicar el indulto. Al mismo tiempo, utilizar la conjunción condicional «si», al advertir aquello de «si tiene buena voluntad», es fijar como punto de partida el supuesto de que no la tiene.

¿Y la prensa da a entender que esto es un cambio de tono que marca un hito por su falta de lactosa? Ya. Es que el forro es tentador: regurgita la misma histeria doctrinal de otras épocas, pero de una manera más floral. Descafeinada. Y con un adulterado aroma de clemencia. Así, por cotejo con predecesores de aversiones más sinceras, el motivo del elogio periodístico es que este obispo de Roma no es un declarado barista de venenos.

Y no, no juzga a los gais, para nada. Lo que hace este buen hombre es apenas recordarle al mundo que la vida romántica de estos constituye una depravación «objetivamente desordenada», que sus matrimonios son planes del diablo «para confundir a los hijos de Dios», y que sus adopciones violan los derechos del niño. Pero no, él no juzga a los gais.

Vamos a ver: dos solterones con faldas se reúnen a solas en un aposento de verano, en medio de decorados fabulosos y llenos de glamur, para arrodillarse juntos y sentarse luego a tomar el té. La charla privada tal vez haya versado sobre bodas y familias ajenas, y quizá también sobre palomas causantes de preñez en jovencitas. Perdónenme, pero aquí lo «objetivamente desordenado», en todo caso, es esto. Eso sí, «honi soit qui mal y pense».[2]

Desde luego, los gais también son seres vivos: merecen ser «acogidos con respeto, compasión y delicadeza», según prescribe el Catecismo, toda vez que anulen sus cariños para el resto de sus vidas y no intenten casarse con quien aman, aunque no sean católicos, porque los católicos tienen el deber de impedir sus casamientos o, en su defecto, ilegalizarlos. Que una cosa es ser homosexual y que otra muy distinta es consumar precisamente aquello que convierte en homosexual a una persona: el deseo amatorio hacia individuos adultos del mismo género. Que está bien haber nacido en Francia, pero no lo está ser francés y expresarse en este idioma. ¿Por qué no entendemos que ser panadero no es pecado; hacer pan, sí? Porque esto se llama aporía.

En la delirante narrativa catequética se hace necesario que los gais elijan una vida abominable a ojos de los cristianos, para que estos últimos puedan sentirse cómodos en su fanatismo dogmático sin que los igualen (con razón) a los racistas. Y ¡ay de aquel que los confronte!, porque entonces se santiguarán, le dirán que esto ofende sus fervores religiosos, abogarán por censuras y bramarán con paranoias de sentirse perseguidos.

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Aún hay más: «Cuando uno se encuentra con una persona así [gay]», aconseja Bergoglio en su vuelo trasatlántico, «debe distinguir entre el hecho de ser una persona gay y el hecho de hacer lobby, porque ningún lobby es bueno». Tres reparos: (i) Se refiere a los gais como si su origen se hallase en otra constelación, tan lejana que a veces se produjera el azar de «encontrarlos» en la nuestra. (ii) Se opone con explicitud a los lobbies de cualquier característica, pero en ello revuelve a los grupos protectores de derechos del prójimo en un solo amasijo con asociaciones de interés corporativo —como el cabildeo por las armas— y sociedades secretas —como la masonería—. (iii) Se le olvida que su organización, es decir, su Iglesia, es la madre y maestra de todos los lobbies. No nos perdamos: el Estado de la Ciudad del Vaticano, o su emanación metafísica, la Santa Sede, ostenta el privilegio de ser observadora permanente en el mismísimo núcleo neoyorquino de las Naciones Unidas. En semejante circunstancia, hay que cultivar mucho el descaro para permitirse hablar de grupos de presión.

Se debería tomar la estulticia de acuerdo con su proveniencia; y la estulticia, en este caso, proviene de un veterano célibe que se tiene ahora por viaducto entre la divinidad y la humanidad, y que imagina posible convertir el agua en vino y el vino en sangre potable para vivir eternamente. Si esto no es brujería vampírica, baje el Señor y lo vea.

Así, pues, debería importar un pepinillo la engañosa ternura de un adulto mayor que en sus años más eréctiles eligió como opción de vida la castidad profesional, y que ahora se dedica a frustrar el erotismo de los demás mientras da viáticos de socorro para un mundo futuro. Efectivamente: a sus palabras habría que conferirles la misma importancia que al precio de la leche de burra. Pero sucede que sus bienaventurados desvaríos se traducen en acciones concretas: en bloqueos de leyes justas, pongamos por caso, a cuenta de fariseos en curules y de políticos con crucifijo. A lo mejor consideren «justa discriminación» desemplear a los adultos que viven su sexualidad libremente con otros adultos, tengan o no los mismos genitales. Si tal es el caso, y de hecho lo es, impugnar sus alucinaciones se vuelve imperativo.

Pero no, Francisco no juzga. Es mucha su modestia: es tanta que únicamente el rey de reyes está por encima de él. Ha sintetizado su integrismo con almíbar, en medio de dos continentes y ante micrófonos atentos. ¿Y qué podría responderse a sus palabras de astuta benevolencia? ¿«Murmuró así bellamente Alcibíades», como escribiera Plutarco? Más oportuno sería irrigar la memoria con la suspicacia de Laocoonte ante el equino de Ilión: «Equō nē crēdite, Teucrī! Quidquid id est, timeō Danaōs et dōna ferentīs». ¡Desconfiad del caballo, troyanos! Sea lo que sea, temo a los griegos, incluso cuando traen regalos.


[1] El nombre de pila de este mortal no era Francisco, sino Giovanni di Pietro di Bernardone.
[2] Pronúnciese así: /Oní suá ki mal i pans/. Entiéndase así: «Caiga la vergüenza sobre aquel que piense mal», una traducción aproximada del lema oficial de la «Nobilísima Orden de la Jarretera», la más rancia del sistema británico de honores.

Ramón Urzúa-Navas

Soberanía orgánica con alguna conciencia de sí misma. Habita Sobrevive de momento en Nueva York Chicago, Subsiste indefinidamente en Guatemala (y desempleado). en una de cuyas universidades persigue la obtención de un doctorado donde se plantea seriamente el abandono de la academia. Tiene claro que lo emborrachan la poética, la retórica, la gramática, la filología, la estética, la metafísica, la historiografía, las ciencias, las culturas, los vinos, usted y otros asuntos misteriosos. Ha sido corrector intransigente, catedrático inexperto, traductor plurilingüe, barman ocasional y a veces bohemio, para menor gloria de dios. Aspira a articular alguna coherencia posmoderna mientras cree en un planeta menos bestial. Todo lo demás carece de importancia.

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