El factor ‘E’

Existe un número importante de temas para los cuales es muy conveniente que la necesidad animal de destacar, no prevalezca en nosotros. Cuando menos, un feroz antagonista se asomará decidido a dejar expuestas nuestras ideas y evidenciada nuestra poca preparación sobre el asunto. Y como recurso de moda, recurrirá al trabajo investigativo de un ilustrado de otra época buscando llenar su opinión de brío y vitalidad, arguyendo que dicho personaje habría destinado su vida a formular algunas conclusiones sobre eso que uno está queriendo resolver del todo al par de minutos de haberle ‘puesto cabeza’. Es como encontrarse de pronto dando cátedra de micología – ciencia de los hongos- a partir de un pollo con champiñones digerido en el almuerzo de hoy. Aún cuando el debatiente carece de argumentos válidos y sostenibles, si no se domina el asunto, nuestra vaga instrucción puede traducirse en un descrédito posterior de niveles traumatizantes.

Ante esta perspectiva, algunas de las personas más fascinantes que han andado sobre este planeta, coinciden en que la manera más pulcra de conducirse es a través del escepticismo. Suele ser más sensato pararse detrás del buen Sócrates, a observar sobre su hombro y a excusarse tras el axioma que le hizo célebre, aquel que sedujo a sus discípulos y a quienes le escucharon el día en que lo pronunció por primera vez: Scio me nihil scire. Talvez terminemos bebiendo una botella de cicuta a la salud de nuestra propia intransigencia, pero es prudente reconocer que el conocimiento, tan vasto como nada, no es una cápsula de cada ocho horas, ni es inyectable, ni viene en oferta de supermercado. Una persona normal puede acumular cierto conocimiento sobre cierto tema durante cierto lapso de tiempo y, cuando decide especializarse, transforma ese conocimiento en su ocupación. Esto, como es evidente, entre otros saberes de relevancia subjetiva que puede ir archivando a lo largo de su vida.

Pero hay un tema singular donde, por regla general, resulta que todos tenemos algo qué decir. Colecciones generosas de anécdotas propias y ajenas sobre aquello que es un distintivo de nuestra especie y por lo cual puede el ser humano sacar pecho, si le place: SU ESTUPIDEZ.

El mundo es tierra fértil para los estúpidos, pero produce pocos Taboris o Pitkins para documentar las incontables ‘hazañas’ de los primeros. Hoy día, parece que los mismos estúpidos han tenido qué hacerse de medios para garantizarse la posteridad de sus actos. En You Tube tenemos más registros de la estupidez humana que de cualquier tipo de conocimiento constructivo.

Para nuestra fortuna, hemos tenido al menos un Carlo Cipolla, de cuyo libro Allegro Ma Non Troppo, extraemos sus Leyes Fundamentales de la Estupidez Humana, siendo éstas:

  1. Siempre e inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos estúpidos que circulan por el mundo.
  2. La probabilidad de que una persona determinada sea una estúpida es independiente de cualquier otra característica de la misma persona.
  3. Una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio.
  4. Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los no estúpidos, en especial, olvidan constantemente que en cualquier momento y lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como costosísimo error.
  5. La persona estúpida es el tipo de persona más peligrosa que existe.

Cipolla busca clasificarnos a partir de nuestra interrelación, como podemos observar en la siguiente gráfica:

Cipolla

Para este historiador italiano, todos los seres humanos tenemos un espacio reservado en alguna de estas categorías clave:

Incauto: cuando provoco una pérdida para mí, pero un beneficio para otro.

Estúpido: cuando provoco una pérdida tanto para mí como para otros.

Inteligente: cuando provoco un beneficio para mí y también para otros.

Malvado: cuando provoco un beneficio para mí, y una pérdida para otros.

La combinación de estos perfiles es lo que impacta en su alcance social pues, como refiere Cipolla, los inteligentes buscarían siempre el bien común a partir de sus acciones. Los malvados podrían generar maldad recíproca que al final crearía una cancelación mutua. Lo mismo sucede con los incautos, cuya condescendencia involuntaria no tendría mayores repercusiones. El problema real es cuando la estupidez entra en escena pues el daño es mayor que el beneficio hacia cualquiera de los otros.

Giancarlo Livraghi, filósofo italiano, agrega tres corolarios interesantes a este trabajo:

Primer Corolario: En cada uno de nosotros hay un factor de estupidez, el cual siempre es más grande de lo que suponemos.

Segundo Corolario: Cuando la estupidez de una persona se combina con la estupidez de otras, el impacto crece de manera geométrica, es decir, por multiplicación, no adición, de los factores individuales de estupidez.

Tercer Corolario: La combinación de la inteligencia en diferentes personas tiene menos impacto que la combinación de la estupidez, porque (Cuarta Ley de Cipolla)  “la gente no estúpida tiende siempre a subestimar el poder de daño que tiene la gente estúpida”.

Desde luego, surgen varias preguntas ineludibles al respecto:

¿Cómo reconocer a un estúpido? ¿Qué criterios se han de aplicar para esto? Y lo más importante, ¿Quién ha gozado de la credibilidad suficiente para haberse permitido fijar estos criterios?

Por eso, con la dosis justa de incredulidad -que aquí nos sobra-, este interesante ensayo le invita a usted, amigo lector, a ponerse el traje de buzo, linterna en la frente y a sumergirse en la penumbra de este océano humano. Este artículo es un boleto para que usted indague en los cánones de la historia y se entere por usted mismo sobre cuanta estupidez el ser humano ha sido capaz de instituir sin un motivo más meritorio que el de su simple, ociosa y estulta existencia.

Y qué mejor que el primer corolario de Livraghi para conducirnos hacia las insípidas intrigas del final:

¿Cómo puedo medir fielmente mi propia estupidez si siempre será más grande de lo que yo supongo? ¿Seré acaso yo un completo estúpido y no tengo el entendimiento mínimo para saberlo?

Ha sido una suerte entonces que haya tantos estúpidos como Cipolla dice que hay. Pasar desapercibido me habrá sido de lo más fácil.

Walfred Monasterio

Otro de esos locos que cree que la música podría salvar al mundo. De ahí que su preparación y ocupación se orienten al audio y sus ramas. Filósofo de calle, de corte artesanal. Un descomplicado por encima del promedio. Decidido a no terminar sus días como los empezó: desnudo y llorando.

4 Comments

  • Reply August 8, 2013

    Angélica Vargas

    Me encantó el ensayo, de las lecturas q te obligan a ponerte al espejo y preguntarte. Felicitaciones Walfred! Seguí escribiendo, q lo haces muy bien!

  • Reply August 8, 2013

    Juan Antonio López

    Interesante artículo. Me hizo recordar las abundantes veces que he cometido una estupidez.

  • Reply September 4, 2013

    Walter

    Interesante articulo, disfrute saber las características de la estupidez y sus niveles para calificar lo, Gracias por compartir este ensayo, 😀

  • Reply September 21, 2013

    EDGAR MÉNDEZ

    El pensamiento corre el riesgo de no ser reflejado a cabalidad, busca la palabra, o el color, o sonido para integrarse al medio sensorial, lo logra si en su basamento contiene buenos puntos de apoyo, de lo contrario es ausencia el escrito… Es bueno leer este artículo y ver reflejado la tríada de pitágoras, ya que la palabra en este opúsculo expresa, oculta y significa, requiere y reclama, en su simplicidad, jeroglifidad y simbolismos.

    Salud!

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