El espinazo de la noche

Recuerdo que de pequeño, al leer algunos mitos de diferentes culturas y su fascinación con el cielo nocturno, me costaba comprender por qué las estrellas formaban una parte tan central de muchas de sus vidas. Comprendía perfectamente por qué diferentes personas conectaban los puntos de diferente manera, dibujando diferentes formas en el cielo—desde animales y dioses hasta azadones y carrozas—pero me costaba comprender por qué era un fenómeno tan ubicuo en la antigüedad.

Después de todo, cuando salía al jardín y veía el cielo era posible ver algunos planetas y varias estrellas—el cinturón de Orión, la Estrella Polar, Venus, las Pléiades—pero nada que justificara el nivel de devoción que leía en los libros. Especialmente extraña me resultaba la historia de por qué nuestra galaxia se llama la Vía Láctea. Por más que intentaba, jamás veía el famoso caminito de leche derramado por la diosa Hera cuando amamantaba a Heracles. Luego, llegó a mis manos un libro (que aun conservo) que encontré en la casa de mis abuelos llamado El Universo, parte de una colección de Time Life. Es un libro lleno de impresionantes fotografías de planetas, galaxias, estrellas y nebulosas; incluso algunas de la Vía Láctea vista desde la Tierra.

Estas últimas eran especialmente asombrosas, pero ¿por qué no se veía así el cielo desde mi casa? ¿Había cambiado el cielo en todo este tiempo? ¿Acaso los griegos, los navajo o los egipcios veían un cielo diferente? Sí y no. Le pregunté a mi papá y me explicó que para poder ver un cielo como ese, es necesario estar en un lugar oscuro, sin ninguna fuente de luz artificial porque eso “contaminaba” el cielo y superaba la luz de las estrellas. Eso explicaba bastante: para los antiguos, que no tenían luz eléctrica, el cielo era un verdadero espectáculo todas las noches, no así para nosotros a finales del siglo XX con nuestras ciudades iluminadas por millones de focos. La misma tecnología que nos ha acercado al Universo y nos ha permitido conocer a las estrellas, es la misma tecnología que nos ha alejado de él y ha desvinculado nuestras vidas de las vidas de las estrellas. ¿Acaso no es irónico?

Mis primeras experiencias con un cielo oscuro y repleto de estrellas fueron a principios de los 90, cuando el gobierno programaba apagones generales todos los días. Habré tenido unos 9 o 10 años, aproximadamente. Durante algunos momentos, temprano en la noche, era posible tener un cielo oscuro sin luces que estorbaran y por primera vez pude ver algo parecido a lo que los antiguos veían. Por esa misma época, habré tenido el privilegio de ir a un observatorio que estaba cerca del Cerrito del Carmen con toda mi familia. Recuerdo que mi abuelo era amigo del dueño en ese entonces y le pidió que nos dejara entrar una noche a observar el cielo. Fue maravilloso poder observar en vivo lo que únicamente había visto en libros o en la televisión y es una de las experiencias de mi niñez que más atesoro.

Muchos años más tarde, tuve la oportunidad de ver un cielo espectacular en Tikal. Pocas cosas son más asombrosas que estar a las 3 de la madrugada a orillas de un lago tomando una cerveza y ver cómo comienza a asomarse la Vía Láctea en el horizonte. Una cosa es leer sobre estas cosas en libros o verlas en televisión, y otra muy diferente es vivirlas en carne propia. Allí es cuando todo de pronto hace sentido, cuando todo encaja nítidamente. ¿Cómo no venerar al cielo luego de ver eso? ¿Cómo no imaginar un reino divino allá arriba en todo eso que no se podía explicar?

Las estrellas son inmensas bolas de gas, hornos nucleares en donde se fabrica la materia que nos compone, ya sea por medio de reacciones nucleares o en majestuosas explosiones. De cierta manera, las estrellas son dioses; ellas son la verdadera fuerza creadora del Universo. Somos polvo de estrellas—no me canso de decirlo—y eso lo sabemos gracias al trabajo de miles de mentes a lo largo de siglos de investigación científica.

Una de las mejores historias en esta búsqueda es la de Charles Pickering y el grupo de impresionantes mujeres sordas que trabajaron incontables horas clasificando las estrellas. Estas mujeres, lideradas por Anna Jump Cannon y Henrietta Swan Leavitt, crearon el sistema de clasificación estelar que aun utilizan los astrónomos al día de hoy. En una época en la que el consenso científico era que las estrellas estaban compuestas por los mismos materiales que la Tierra y otros planetas en más o menos las mismas proporciones, otra audaz mujer llamada Cecilia Payne-Gaposchkin se montó sobre el trabajo de Cannon y Leavitt para llegar a una conclusión muy diferente: las estrellas en realidad tenían proporciones mucho más bajas de metales de las que se creían y eran mayoritariamente helio e hidrógeno.

Payne escribió su hipótesis y la presentó como su tesis doctoral en Radcliffe College (ahora parte de Harvard). Sin embargo, ésta fue rechazada por los expertos y Payne la abandonó, en contra de su mejor juicio. La ciencia, sin embargo, tiene la capacidad de corregirse a sí misma frente a los prejuicios, sesgos y torpezas de los humanos porque está basada en evidencia. En algún momento las evidencias pueden ser pobres y nos pueden llevar a conclusiones equivocadas, pero conforme seguimos intentando y cuestionando, éstas van mejorando y van pintando una imagen más clara. Años más tarde, los resultados de Payne fueron confirmados de forma independiente por Henry Noris Russell y su tesis—la que había sido descartada—fue reivindicada y elevada a una de las más importantes en la historia de la astronomía moderna.

¿Por qué esta historia no es más conocida? Muy probablemente por el sexismo de la época, y también de la nuestra. Cuando alguien pregunta por algún personaje científico importante, los primeros nombres invariablemente son los de Isaac Newton, Galileo Galilei, Nicolás Copérnico, Albert Einstein o Stephen Hawking. A pesar de ser la única persona en haber ganado dos premios Nóbel en dos disciplinas científicas diferentes—física y química—rara vez se escucha el nombre de Marie Curie en esa lista. Tampoco se escucha sobre el importantísimo papel de Rosalind Franklin en el descubrimiento de la estructura del ADN. Menos aun sobre el caso de Jocelyn Bell Burnell, quien descubrió los púlsares mientras estudiaba su posgrado en Cambridge, trabajo que le valió el premio Nóbel a Anthony Hewish y Martin Ryle, pero del cuál Bell fue excluida a pesar de haber sido quien realizó las observaciones. Esto es una desgracia histórica y tiene que cambiar.

Regresando a las otras estrellas: Ahora sabemos más del cielo que cualquiera de nuestros ancestros, pero muchos hemos perdido esa conexión especial que ellos sí tenían. Programas como Cosmos nos ayudan a recuperarla, y eso es algo que debemos valorar. Apaguemos las luces de vez en cuando, busquemos esos cielos oscuros, observemos atentamente y volvamos a conectarnos con el Cosmos.

Oscar G. Pineda

Oscar es un mamífero bípedo, de la especie Homo sapiens. Disfruta observando extrañas y repetitivas manchas en pedazos de papel, y oyendo a personas de acento raro hablar de peces con patas saliendo del mar; usando palabras raras como ‘qualia’ o números con muchos, muchos ceros. Tuvo la loca idea de dedicar su vida a hacer lo que le gusta, así que ahora está estudiando filosofía en la universidad y ciencia en su tiempo libre. Así se siente a gusto, cuestionando todo; hasta lo que “no se debe cuestionar”. Ah, y odia escribir sobre él mismo en tercera persona.

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