La menstruante yihad y la Biblia intrusa (IV)

No transcurren veinticuatro misántropas horas sin que esta minúscula canica de tierra y agua que rueda en la campiña planetaria no se vea estremecida por una violencia, simbólica o física, que dimane de musa celeste. Désele a este numen un apelativo indoeuropeo o désele uno semítico, y cámbiesele de sexo si el antojo grupal y milenario se lo dicta: es musa divina. Y lo divino es pentagrama de una muerte perversa que canta con tempo de arpa, o entre setenta y dos damiselas sin rastro alguno de esperma.

En estos momentos, el dado está en Túnez. La yihad atenta ahora en el único país arabófono que ha gozado de elecciones libres pos-Primavera ismaelita. En un importante museo de la capital de ese país magrebí, el nuevo saldo letal hasta el instante en que marco caracteres es este: veintitrés occisos —entre ellos, un australiano, un belga, una británica, dos colombianos, dos españoles, dos franceses, cuatro italianos, un japonés, dos polacos y al menos dos tunecinos—.

La matanza se la atribuye, ¿sorprende?, una célula de Estado Islámico (EI). El engendro que comenzó denominándose Estado Islámico de Irak y el Levante tiene ya poco de levantino: también es ponentino al clavar su pica cancerígena en Cartago… Más al poniente y los veremos en las Azores; más todavía, y los tendremos en cualquiera de las trece colonias que rompieron sus amarras del trono de san Eduardo; más aún… y los veremos ensabanando mujeres como se ensabanan los muebles, y obligando a todos a no probar bocado en el Ramadán. Y ¡Alajú Akbar! Esta violencia es sagrada.

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Existe, cómo no, una violencia sistémica que no está motivada por las manos a las nubes como acto de gratitud o adoración, y es el caso agresivo de la nación cuchumatana. Su violencia intimida a plomo sonoro a quienes trabajan con heroísmo como informadores independientes que avisan de la supuración del pellejo del Estado, los abusos del valet parking gubernamental o los excesos de la jauría administrativa, todo lo cual ya se eleva hasta otras constelaciones.

Es la violencia que te infunde pavor por encender el medio de transporte (tuyo o de tu empleador) con el cual se posibilitan o agilizan tus labores. Esa violencia que te llena de miedo por hablar vía satélite desde un artilugio con sobreprecio. Esa violencia que, si tu género es femenino, te disuade de salir sola y de noche a la calle por el pánico a que te abran las piernas a punta de pistola o de navaja.

Y todo sucede en las narices de la diarquía compuesta por el tipo que preside la cosa nacional y la tipa que la copreside (esa misma señora que reverencia, con la mollera cubierta, al único déspota teocrático que perdura en el mundo occidental, y luego habla ella en jerigonza para justificar sus otros desafueros). A aquel empleado castrense y a esta su colaboradora civil, ¿qué les importa que arda la Roma nuestra? Tañen la lira y les sale muy bien. O no: les sale mejor arrimar el ascua a su sardina.

Ya pasaron el sombrero entre el círculo de pueblos amigos, para ver si estos encontraban más monedas del vuelto en el bolsillo y se las echaban a nuestro desarrollo. Y han arreado al país hasta el monte de piedad, donde lo piensan dejar por mucho, pero que mucho tiempo. Mientras tanto, los demás organismos, tales como el Congreso —con excepciones de individuos—, siguen roncando en brazos de Morfeo, cuando no cocinando guisados de caca que nos darán para hacer su pantomima de trabajo.

Aquí no termina. Año es este de elecciones (es un decir, ¿pues qué se puede elegir entre las heces y el popó?). El circo de gente que quiere tener la bondad de gobernarnos, legislarnos y juzgarnos tendrá también la bondad de sonreír y declarar públicamente su lealtad al principado del Mesías. A tenor de esto, Óscar Pineda ha expuesto muy bien a qué nos enfrentaremos. Cada voto cuenta para tan desinteresadas personas; si proviene de la mayoría devota, miel sobre hojuelas.

Ello preocupa: cada vez más aspirantes a la chupadura del busto de la República prometen (y prometerán) sumisión a una serie de valores no necesariamente universales, solo para congraciarse con la leyenda religiosa que ha pastoreado a la política criolla desde su colocación de este reino en un solio de cariño, hace ya ciento noventa y tres años con seis meses. Lo siento bastante, pero plegarse sin reservas a la Biblia no hace más que entorpecer la cohabitación democrática, rechazar el Estado aconfesional —no digamos el laico— y obstruir la apertura a otros modos de entender la rectitud. Atentos.

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Y atentos también a esto: trota en toples la noción de que es racista el hacer observaciones críticas sobre el islam. Error, y de los gordos. El islam no es una raza ni una etnia, sino una religión; no nos perdamos. ¿Racismo? El del siempre obsequioso Benjamin Netanyahu, quien, en un llamamiento desesperado a sus compatriotas para que asistiesen a las urnas, tuvo el cinismo de decirles que debían votar por su partido (Likud) porque los árabes estaban yendo a votar en manada, prácticamente acarreados por la izquierda. ¿Acaso no recuerda él que los israelíes vienen en presentación árabe y judía, aunque sea minoritaria la primera?

¿Qué pasaría si la casta gobernante estadounidense instase así a su electorado : «¡Vayan y emitan su sufragio, porque los latinos y los negros están votando!»? Si uno sustituye latino o negro por árabe en el contexto de la «Tierra Santa», tiene una idea exacta de toda la connotación racial que comportan las palabras de don Bibi. Y todo porque Y-W-H/Di-s ha entrado en la ecuación. Resultado: victoria de Likud.

Pero ¿por qué? Tal vez los penetrantes párrafos que la periodista y escritora Amy Wilentz escribe para Reuters (Why Bibi won: Israel unwilling to pay the price of hope, 19/03/2015) puedan alquilarnos alguna lámpara al respecto. Los traduzco y los traigo a colación en una síntesis violenta:

«El Israel del movimiento sionista y de los primeros días del Estado era el Israel de los kibutz y de los jalutz (pioneros) que se veían en los afiches de su tiempo. No era un sitio donde Dios fuera gran cosa. Era humano. […].

[…]

»Desde todo el globo, judíos religiosos y ultraortodoxos (entonces, totalmente exentos de cualquier servicio militar) fueron [después] inundando Jerusalén, y construyeron durante generaciones un gran bloque de votantes fundamentalistas, lo cual habría sido anatema cultural para los sionistas que en los años cuarenta habían luchado por la independencia.

»Dios se estaba convirtiendo en un jugador de peso pesado en la política israelí. Mientras aquellas familias religiosas vivían casi en penuria en Jerusalén, el rico y secular Silicon Wadi estaba a punto de emerger en Tel Aviv.

[…]

»[Años más tarde], [c]omparada con Jerusalén, Nueva York parecía relajada. Un hombre muy fuerte y curtido en la guerra era primer ministro. Yitzak Rabin, conocido como Quiebrahuesos por sus anteriores actitudes en cuanto a cómo manejar a los palestinos, ahora llevaba al país hacia la paz. Nos permitía seguir creyendo que Israel estaba cuerdo.

»Luego, un extremista religioso israelí mató a Rabin. Lo que en esos días parecía un parpadeo en una línea de tiempo recta como una flecha, o alguna clase de anomalía, es ahora un evento que en sí mismo se lee como inevitable y lógico. Claro, un moderado constructor de consensos fue asesinado por un extremista.

»A los israelíes conservadores les gusta decir sobre sus vecinos: Bienvenidos al Oriente Medio. No vivimos en Escandinavia, les gusta decir. Pero resulta que Israel mismo es también una buena parte del contemporáneo Oriente Medio. No a causa del “vecindario”, sino en el interior. Un fundamentalista mató al primer ministro, solamente para empezar. A pesar de ello (y por ello), el fundamentalismo judío avanza en lo político y en lo demográfico.

»El futuro asusta a la población secular. El país es su propio gueto, rodeado de muros y barreras. Un lugar ahora extraño, cuya cultura parece, cada vez más, haberse inventado como reacción a sus enemigos antes que por sus fundadores.

[…]

»Como consecuencia de esta deprimente elección, Israel continuará siendo un lugar áspero, militarista, sin esperanza —pero con una grandiosa playa y muchas noveles empresas—. Es así como Likud ha transformado al país bajo la administración de Netanyahu.

»El sueño judío del sionismo siempre fue una pesadilla para la población palestina de la región. La manera en que ahora se ha desarrollado encuentra a los israelíes mismos en un sueño perturbado del cual no parecen poder despertar.

»Un sueño perturbado por Dios y monstruos.»

Dios y monstruos. En realidad, hay poca diferencia.

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Sin la coerción de una armería o del terror que un gorro miliciano es capaz de suscitar, qué tiernos son en la arena intelectiva quienes aún no caen en cuenta de que fiscalizar una idea no es ser su enemigo jurado ni su némesis nuclear. De verdad, enternecen. A modo ilustrativo, la nebulosa de antilógica alrededor de la cual organizan sus conceptos los creyentes de absolutismos invisibles reacciona con eczema al contacto con la objeción.

Cualquier reproche ya es conectado sin bisagras a una muy apócrifa «dictadura de lo relativo» (esa noción con que se llenan de espuma las bocas del Vaticano y del Tea Party y de Alabama con sus encías desdentadas), o ya claramente se lo diagnostica como un hecho de bullying posmo.

Lo donoso es que, así la vilipendien, no tienen o no tenemos ni prostituta conjetura de qué es la posmodernidad —posmodernismo parece ser otro bulevar—; cosa que, por lo demás, es completamente natural… Ni siquiera sus adivinos y sus teóricos (Derrida, Lyotard, Bataille, Baudrillard, Jameson e tutti quanti), a veces enfrentados entre sí, lograron revelar al centavo con qué se comía la menestra posmoderna. Si patinaron ellos aun en sus rascacielos de alabastro, tanto más lo haremos los de a pie.

Nadie sabe con certidumbre qué Mefistófeles es esa elaboración abstrusa que hemos convertido en palabra comodín; de aquí la mala enzima de este tosco tecladista cuando afirma, en el recuadro cuentadante del desorden de su vida, que el pobre diablo aspira a articular alguna «coherencia posmoderna», si se llegase a olfatear lo que a su criterio es una contradictio in terminis.

Pero era (y es) de otro sentir aquel supremo inquisidor germano que por algunos años trabajó de pontífice no emérito. Para él, la posmodernidad era (y es) una mole homogénea y monolítica, de tal suerte que podía descargar en toda ella su amargada senectud a través de su oratoria oscurantista.

¿Qué podía pedírsele a un afamado profesional en teología, que es como decir un experto en ciencia ficción? —con la diferencia de que el verdadero experto en ciencia ficción, salvo los de la Iglesia de la Cienciología, no monopoliza la marca Dios™ ni ha meado ríos de tinta con cincuenta sombras de la grey—.

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El asunto con los neotestamentarios fanatizados (o no tanto), o con los observantes de lo halal o de lo kósher, o con los salmistas luminosos es que no hacen distingos entre el relativista a ultranza y el escéptico: todas las gallinas ponen huevos, tanto da.

Pero a mí no me salen las cuentas. No es de recibo que los talibanes hayan demolido para siempre monumentos budistas milenarios en Afganistán y que algunas buenas conciencias te asemejen a la doctrina talibana simplemente por objetar el entremetimiento teísta en los meollos estatales. Eso no pasa ni por la mente del que asó la manteca.

Jadea la yihad por imponer la sharía donde no gobierna, y no flaqueará en su ansia bellaca hasta que la Oda a la alegría se consagre a la Kaaba o enmudezca. Así las cosas, ¿se puede calificar de integrista al humanismo secular, el cual no es más que una filosofía neoilustrada y proponente de la razón, no de lo sobrenatural, como base del bien común?

Excluida Corea del Norte en obvios porqués, no hay ningún extremismo irreligioso, ni secular, ni laico, ni agnóstico, ni ateo, ni relativista —ni uno solo, respetable concurrencia— que anhele erosionar libertades y echar cristianos a los leones, o moros a la mar, o nirvanistas a la fosa común, o judíos a las cámaras de gas.

Para decirlo con suavidad, es absurdo insinuar que la vocalización del racionalismo antropocéntrico pueda ser el draconiano reverso de una ideología de salvajes que busca instilar horror para transportar al mundo a la edad de los grandes reptiles.

Es que platicamos de un movimiento exorbitantemente despiadado, que deja huérfanos sin comida, vende mujeres como esclavas sexuales y crucifica niños o directamente los entierra vivos. El cotejo entre una y otra convicciones no es ni apto ni procedente, ni siquiera como impulso retórico, a menos que se quiera forzar la devaluación de la moneda metafórica a beneficio de un paralelismo mendaz.

Sencillamente no hay correlato posible en que, ejemplo, Estado Islámico derruya el muro de la bíblica Nínive o asuele con buldóceres la tres veces milenaria ciudad de Nimrud, y haya al mismo tiempo quienes den la impresión de asimilar con aquella barbarie destructora de la herencia cultural de siete mil millones de personas tu descreimiento o tu posición igualitaria.

Mucho lo lamento, pero no sería sensato fijar una relación de parentesco entre la actitud de rechazar el fanatismo y, apuntemos, el acto yihadista de irrumpir con mazos y barrenos en el Museo de Mosul, con el fin expreso de destruir estatuas patrimoniales, tesoros arqueológicos, y objetos invaluables y antiquísimos de Asiria y Partia por considerarlos ídolos del paganismo blasfemo.

En sentido literal (no traslaticio): iconoclasia, eso. Irreverencia, eso —y hasta sacrilegio, si me tuercen el brazo—. Por caridad, un poco de perspectiva. El laicismo se opondría igualmente a cualquier sabandija que deseara, pongamos por viñeta, demoler la iglesia de Yurrita o amputar las piernas del Cristo Yacente de la Recolección, que, por lo demás, es un excelente ejemplar del gore barroco.

¿En cuál coronilla puede caber que afirmar una moral innata al ser humano sin necesidad de creer en redentores, o buscar activamente la paridad de los sexos, o apoyar con decisión las luchas de los pueblos indígenas pudiera estar de manera figurada en el mismo trópico que decapitar a presuntos gais a machetazos… en el mismo paralelo que maniatarlos, vendarles los ojos, precipitarlos rutinariamente a su muerte (si se tiene el estómago, véase esto), y luego hacer de sus descalabrados cadáveres un magneto para los rabiosos pedruscos del tumulto enardecidoinclusivo de mujeres, y quede constancia de que ellas no suelen presenciar ejecuciones públicas—, porque aquello es cuota de la guerra santa y, total, la culpa es de los sodomitas, pues para qué duermen juntos en su hogar como cualquier otra pareja?

Un aparente símil entre una cosa y otra sería infame, por adjetivarlo con lo menos, aun si solo se tratase de una hipérbole ilativa. Y me pregunto si señalar esto será corrección política frente al prisma de ese entendimiento.

***

Ninguna vertiente de laicidad, que por definición repudia cualquier morfología de totalitarismo, pretende ni por amago pasar el papel carbón sobre las descreídas testas de Stalin, Mao o Kim Il-sung, para luego superponer este calco al Divino Rostro, a la aureola del Buda o a la irrepresentabilidad de Mahoma.

Y, sin embargo, no son pocos cuantos embuten en una misma cantimplora a ateos, agnósticos, irreligiosos, incrédulos, laicos y librepensadores, e incluso a los deístas, como si conformasen una sola plastilina indivisa y uniforme. Francamente, esto ya da hipo.

Si mucho, el fino elemento en común entre estas ópticas es la aspiración a entendernos como humanos sobre las bases racionales que gobiernan el mundo físico (el único de cuya existencia tenemos plena certeza), a fin de diseminar con ello, en el marco de una democracia liberal y pluralista, un programa ético de igualdad y dignidad de toda, toda, toda y toda persona ante el regio faro de la ley.

En esa moldura general, a nadie se le veda cumplir con no ducharse el sábado y negarse a laborar esa jornada, ni en megaiglesias se le impide danzar de gozo como David, ni aplaudir gritando amén, ni inhalar incienso mientras se pronuncian letanías, ni entrar en estado de trance al modo teresiano, ni congregarse en mezquitas y clamar a Alá para que se vengue del impío porque hay libertad de culto, ni fortificarse con los ejercicios espirituales de Íñigo de Loyola, ni practicar acroyoga en la azotea, ni apartar a las féminas en los templos para que no se sienten cerca de los másculos si es que todo eso proporciona paz mental a los fieles y contribuye a dotar de sentido a sus vidas.

Neutralidad de credos en el Coliseo —no intrusismo de celestiales culebrones— es la única lenteja que a cambio exigen quienes no son afines a aquella idiosincrasia, y solo en la Ginebra de la laicidad es dable la convivencia sin fricciones destructivas. Eso es todo.

Pero en la mayor parte de Islamia preferirían verte morir antes que apostatar. Y, en cierta Cristiania, tu indiferencia ante un nazareno encoge hasta la carcajada tus posibilidades de, qué sé yo, presidir algún día tu país si es ese tu deseo. De hecho, en esa Cristiania ya circula la sandez de que a la civilización le asecha un pretendido califato secular-humanista, en una trinca de musulmanes, progres y «homofascistas» militantes (¡!). ¿Es esto justo? ¿Es esto necesario? ¿Es nuestro deber y salvación doblar la espina dorsal mientras otros cantan alabanzas y utilizan tu espalda como mesita de noche para colocar el verbo de su dios?

La opresión se desdobla de muchas maneras, en cuenta la del fingimiento del vejamen por parte del vejador. Barómetro de agravios: en disparidad con los legítimos agraviados, los cristianos del «primer mundo» (recalco, los del «primer mundo») se sofocan en un victimismo que te deja boquiabierto; se sienten discriminados porque les cuesta cada vez más discriminar —instancia típica: a la comunidad LGBT—, y a eso lo nombran hostigamiento. Antes te amistaban con la hoguera; ahora te apellidan Perseguidor. Buenas personas, bájense ya de la cruz: hay gente que necesita la madera.

Por lo tocante a cristianos del «tercer mundo» (o del quinto o del nonagésimo noveno), sus cuitas de Werther consisten en debatirse, por un costado, entre cómo decorar este año el anda del Señor de La Merced, o qué ponerse este domingo para el servicio de la Fráter; y por otro, entre en qué momento abandonar su terruño porque los van a decapitar, o dónde esconderse para salvar la vida en caso de que se les escape un ruego en copto o tengan la osadía de entrar en un aposento que despliegue un crucifijo. Encuentre usted las siete diferencias. Proporción, si le place.

 

Continuará…

 

Ramón Urzúa-Navas

Soberanía orgánica con alguna conciencia de sí misma. Habita Sobrevive de momento en Nueva York Chicago, Subsiste indefinidamente en Guatemala (y desempleado). en una de cuyas universidades persigue la obtención de un doctorado donde se plantea seriamente el abandono de la academia. Tiene claro que lo emborrachan la poética, la retórica, la gramática, la filología, la estética, la metafísica, la historiografía, las ciencias, las culturas, los vinos, usted y otros asuntos misteriosos. Ha sido corrector intransigente, catedrático inexperto, traductor plurilingüe, barman ocasional y a veces bohemio, para menor gloria de dios. Aspira a articular alguna coherencia posmoderna mientras cree en un planeta menos bestial. Todo lo demás carece de importancia.

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