La Edad Moderna se inaugura con un cambio de ideas que dejaron atrás las concepciones medievales del mundo. Con sus raíces en el siglo XVI, época en que el hombre se colocó a sí mismo al centro de todo y se atribuyó capacidades semejantes a las divinas, mostradas principalmente en la creación artística, el modernismo temprano le abre las puertas al cuestionamiento y, de la mano, a la ciencia. Además del cuestionamiento alrededor de la naturaleza y el cosmos, surgió también el cuestionamiento religioso. La Reforma Protestante intensificaría, así, el sentido de individualidad y libre albedrío.
La influencia de las observaciones de filósofos naturalistas como Copérnico, Kepler y Galileo va a ir más allá de la ciencia. René Descartes, basándose principalmente en Galileo, buscó desarrollar una nueva epistemología: un entendimiento de la verdad y un proceso para acceder a dicho entendimiento acorde al mundo inerte y cuantitativo que Galileo había planteado. La duda metódica y el racionalismo se volvieron parte del imaginario centroeuropeo mientras que en las islas británicas, el caos político y la apertura religiosa de la Iglesia anglicana dieron lugar a otros cuestionamientos y posturas. El Leviatán de Hobbes es una de las respuestas al caos, y la teoría de la gravitación universal de Newton uno de los resultados de esa pequeña apertura.
En un ambiente donde la concepción de graficar y cuantificar no sólo los procesos de pensamiento sino la naturaleza misma –incluido el concepto de un dios ausente– no responde a la coyuntura (Inglaterra vive una guerra civil que termina en regicidio), John Locke plantea una nueva teoría del conocimiento, inspirada en Newton. Esto dio lugar a una nueva corriente política, basada en el concepto de los derechos naturales y el cuestionamiento al derecho divino de los reyes, cediendo el paso a la soberanía del pueblo. Estas ideas definieron la Revolución Gloriosa de 1688, de la que surgió la primera monarquía constitucional. La política de Locke, a diferencia del Leviatán de Hobbes, no se devoraba a los ciudadanos sino los reconocía y les garantizaba sus derechos.
En Francia, caracterizada por el absolutismo y el catolicismo recalcitrante (el Ancient Régime), los filósofos naturalistas no contaban con la apertura que tenían los integrantes de la Royal Society inglesa y por lo tanto sus posturas resultaron más radicales. En un contexto donde la Iglesia y la misma existencia de dios eran sinónimo de opresión, las teorías del conocimiento no incluían, como en Newton y Locke, a un creador bondadoso atado a un universo armónico, sino que lo dejaban en segundo plano. La postura deísta, heredera de las ideas de Descartes, se centraba en un universo mecanicista, que dio lugar también a una concepción del hombre como máquina. Estas ideas llevaron a la Ilustración y también a su fracaso.
España compartía con Francia ese sistema absoluto, justificado desde Carlomagno en el derecho divino del rey. Si bien la corona española había acumulado una enorme riqueza gracias a sus posesiones de ultramar, su sistema político se había quedado atrás debido a su catolicismo extremo, acentuado por la contrarreforma y la visión de los reyes católicos con la Inquisición como uno de sus programas más exitosos, el cual se extendió hasta entrado el siglo XIX.
La Ilustración se desarrolló, a partir del racionalismo, como una liberación, anunciando una nueva posibilidad para el ser humano: el progreso. Ese progreso, sin embargo, pronto se convertiría en un concepto difuso, materialista y deshumanizado. La Revolución Industrial que comenzaba a darse en Inglaterra a finales del siglo XVIII, fue resultado de la cultura newtoniana de ciencia aplicada y el concepto de “prueba y error” (la verificación era parte de la teoría de conocimiento desarrollada por Locke basada en la visión de Newton de “no hacer hipótesis”). Para cuando la revolución industrial se extendió al centro de Europa, el progreso se fue evidenciando en el surgimiento de la nueva clase burguesa y, como el mismo Locke había dicho en relación al acceso al conocimiento, esa posibilidad quedaría reservada solo a unos cuantos.
La independencia de los Estados Unidos se dio en 1776 con apoyo francés. Los colonos ingleses que fundaron las 13 colonias americanas eran producto de la monarquía constitucional y la Iglesia anglicana. Acostumbrados a contar con leyes que les garantizaran sus derechos y a tener representación parlamentaria, éstos decidieron separarse de la corona al perder dicha representación, mientras seguían obligados a pagar impuestos. El proceso de independencia de los Estados Unidos fue relativamente sencillo, al menos comparado con el de Guatemala, en parte por estar conformado por una población más unificada (los ingleses que llegaron a Norteamérica lo hicieron con sus familias, a diferencia de los Españoles, por lo que no hubo un proceso de mestizaje ni absorción cultural. El “problema del indígena” –concepto utilizado en Hispanoamérica en las épocas colonial e independiente- se resolvió en gran parte por exterminio).
Las ideas detrás de la experiencia estadounidense llegaron a Francia tras ese apoyo brindado y con ello la Ilustración en pleno, guiada también por pensadores como Voltaire, Diderot, Montesquieu y Rousseau. En Francia, las nuevas ideas buscarán, sobretodo, derrocar al antiguo régimen. El concepto de progreso impulsó a un pueblo sumergido en la crisis llevando a la Revolución Francesa en 1789. La monarquía absoluta –que dominaba Francia desde el siglo XVI– sería depuesta pero la resistencia e ignorancia de Luis XVI, junto con el surgimiento de posturas revolucionarias más radicales, provocaron un nuevo regicidio en la historia europea. Esto dio paso al Terror francés, liderado por Robespierre. Mientras una gran parte de la fuerza revolucionaria quería mantener el statu quo, conservando a la monarquía, otra parte quería un cambio radical. De allí surgieron las posturas conservadora y liberal, que caracterizarían no sólo el proceso de independencia de Guatemala sino su historia moderna.
Napoleón termina con la época del terror en Francia asumiendo poco después un poder tan absoluto como el de Luis XIV. Sin embargo éste no se conformaría con una monarquía y fundó un Imperio por una clara diferencia: el Imperio es expansivo. En 1808 Napoleón invadió la Península Ibérica, nombrando a su hermano, José Bonaparte, a cargo de la corona española. Aprovechó la debilidad de la misma, provocada por la disputa entre Carlos IV y Fernando VII.
Hispanoamérica, al saberse sin rey y negándose a reconocer a José Bonaparte como tal, comenzó a plantearse otras posibilidades, y España hizo lo mismo. Ese mismo año se convocó a las Cortes de Cádiz para desarrollar una constitución a la cual Fernando VII debía responder al recuperar el trono. Por primera vez en la historia colonial se invitó a representantes de todas las legiones españolas, incluyendo las de ultramar, a formar parte de dicho proceso. Antonio Larrazábal, quien llegó representando al reino de Guatemala luego que José Cecilio del Valle rechazara la invitación, sería uno de los varios representantes que además de estar presente durante la redacción de la constitución, se encontraría con una España tomada por franceses: franceses pos-revolucionarios con ideas muy distintas a las que las mismas cortes estaban proponiendo. Esto sembró en algunos de aquéllos representantes hispanoamericanos ideas que del lado de la nueva constitución quizás no hayan hecho tanto sentido pero que al regreso de Fernando VII lo tendría para muchos.
En las cortes de Cádiz se había hablado de reorganizar Hispanoamérica política y económicamente: introducir el libre comercio, eliminar el tributo y abolir la esclavitud. Sin embargo, en 1814 Fernando VII recuperó el trono español siendo su primera acción la eliminación de la constitución. Fue así como el regreso de los representantes al continente trajo también una nueva conciencia. Las noticias de lo que había sucedido en Francia y Norteamérica venían de la mano de la corriente liberal. Ese liberal hispanoamericano, sin embargo, era un liberal distinto al liberal europeo que presidió Cádiz. Mientras el liberal europeo buscaba la monarquía constitucional, el libre mercado, la defensa de los derechos y acabar con los privilegios de la nobleza y el clero, el liberal hispanoamericano buscaría la federación presidencialista, como la norteamericana. El que defiende la monarquía constitucional o el statu quo en esta región es conservador o “cachureco”. El liberal hispanoamericano, llamado en esta época “caco” también buscaba el libre mercado y acabar con los privilegios de los peninsulares y del clero (nuestro ancient régime).
El proceso independentista será más una disputa entre cacos y cachurecos, quienes veían en el proceso una manera de mantener o adquirir, cada quien a su conveniencia, ciertos privilegios, ignorando a la mayor parte de la población. El afán de crear una nueva nación bajo premisas adoptadas de procesos extranjeros, prácticamente desconocidos, nos llevó también a ignorar muchos aspectos de nuestra propia realidad y sus verdaderas necesidades. Cada quien tenía una idea distinta, y todos querían imponerlas.
Tras la anexión a México, cuando se plantó la idea de la Federación Centroamericana, los conservadores abogaron por un sistema centralista, mientras los liberales por estados autónomos, un presidente único, una corte suprema central y una corte suprema por estado. Esta nueva etapa les dio el nombre de centralistas y fiebres, respectivamente. Y si bien ese debate fue ganado por los segundos y la Federación centroamericana sería gobernada por éstos, entre los mismos surgirían diferentes posturas: una liberal moderada y otra más progresista, provocando nuevos conflictos. Estas contradicciones se evidencian en los debates entre Pedro Molina y Jose Cecilio del Valle, quienes se atacan uno a otro pero ambos citando a los mismos autores liberales y haciendo planes similares. La historia del siglo XIX fue así una disputa permanente entre estas posturas y un proceso de experimentación casi al azar de conservadores y liberales, los segundos con sus dos variantes. Mientras el concepto liberal de progreso se entendería como la evolución de un Estado, el concepto de orden del que va de la mano ya entrado el siglo XIX significaría imponer dictaduras, siendo la premisa que para progresar hay que imponer el orden. Es por ello que incluso nuestros gobiernos liberales serían totalitarios.
El historiador Alejandro Marure (1806 -1851) escribió: “no era posible que tuvieran otro éxito (el movimiento independentista) en medio de un pueblo todavía dominado por las preocupaciones de una educación servil, y que por lo mismo no podía interesarse por una causa cuya justicia le era aún desconocida; en medio de un pueblo, que acostumbrado a no oír más voz que la del fanatismo, alimentaba sus creencias con los absurdos más extravagantes, entretenía su curiosidad con falsos milagros y veía con horror todo lo que tendía a sacarle de su abyección e ignorancia”. Nuestra cultura, heredera de una visión católica absolutista, y por tanto marcadamente jerárquica, y también racista, quizás habría necesitado de una guía distinta a la occidental: una epistemología que surgiera no de procesos extranjeros (consecuencia éstos mismos de escenarios muy diferentes) sino algo propio: que surgiera desde adentro. Es probable que aún hoy sigamos sin encontrarlo.
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