¿Mejor no macho?

Imaginemos la clásica escena de Hollywood en la que un esclavo insumiso es brutalmente castigado a latigazos. Al momento de llegar el décimo azote, en el que la piel del esclavo está completamente destruida, la cámara hace un repentino giro para enfocar a la hermosa y joven hija del dueño de la plantación, quien en su absoluta blancura palidece un poco más para luego desfallecer ante la crueldad del espectáculo que presencia. Este desplazamiento del campo de visión de la cámara, que inicia en la espalda sangrante del esclavo negro y concluye en el desfallecimiento de la joven y hermosa hija del dueño de la plantación tiene un efecto narrativo muy específico. Es un desplazamiento emocional a través del cual la empatía que podría tenerse con el sufrimiento del esclavo negro insumiso se traslada a la sensibilidad de la buena joven blanca. En otras palabras, la construcción del cuadro cinematográfico deja de enfocarse en la brutalidad racista que sufren los esclavos negros en las plantaciones de algodón del sur de los Estados Unidos, para desplazar la mirada del espectador y lograr que este no se fije en el oprimido sino más bien en el remanente de bondad que existe aún entre los dueños de las plantaciones. Es la teatralización del acto de redención de la especie, de cierta especie. Y, por ello, el desplazamiento no es intrascendente. Lo que logra la escena en última instancia es despojar al esclavo de su propia subjetividad de esclavo y, con ello, despolitizar el sistema que lo construye como tal.

El ejemplo anterior viene al caso de un artículo titulado “Yo iba para macho, pero mejor no”, publicado por el diario digital Nómada en el día internacional de la no violencia contra la mujer. No se puede dudar de las buenas intenciones del autor ya que sin lugar a dudas ha emprendido el difícil camino de desaprender las formas de masculinidad que lo han constituido como hombre guatemalteco. Sin embargo, hay elementos en este artículo que deben ser discutidos pues construyen un horizonte narrativo que limita, e incluso socava, el acto solidario con la causa de la no violencia contra la mujer. El problema central radica en que reproduce un tipo de violencia simbólica y narrativa, no muy diferente a la expuesta en el ejemplo de Hollywood, que explicaremos a continuación en dos puntos.

En primer lugar, si bien con sus anécdotas personales el autor de este artículo trata de ilustrar la realidad social que padecen muchas madres solteras guatemaltecas, narrativamente termina produciendo un personaje femenino unidimensional y plano que encarna uno de los clichés más frecuentes en el discurso patriarcal de la región. Este cliché es el de la abnegada madre que logra sacar adelante a los hijos varones protegiéndolos de las inclemencias sociales y malos modos del mundo. Las dudas con las que podrían quedarse algunos lectores son: ¿Qué otras cosas pasaron con esa mujer? ¿Cuál era la riqueza de su experiencia de vida? ¿Cómo vivía su femineidad? ¿Qué hubiera querido hacer con su tiempo? ¿Cuáles eran sus contradicciones, dudas, alegrías, aspiraciones?

Las exponentes feministas coinciden al menos en un mínimo argumento de partida: si vamos a cuestionar las construcciones de género, hay que examinar la pretendida transparencia e inocuidad de la experiencia de nuestros propios cuerpos y nuestros propios itinerarios de vida. ¿Qué podría ser más auténtico que lo vivido? Supuestamente nada. Ahí residen tanto la fuerza de la narrativa como su talón de Aquiles. Pero la experiencia no es incontestable, y han sido las teóricas feministas las que mejor lo han expresado. El relato de la experiencia presenta un plano del desmontaje de la construcción de género, pero descarta el análisis crítico de cómo tal experiencia reproduce la narrativa patriarcal. El desmontaje no es tal sin poner en duda la experiencia misma; proceso arduo y complejo en tanto que implica poner a temblar uno a uno los cimientos que nos constituyen. En síntesis, ¿es la construcción de estas madres en esta narrativa diferente a la tradicional narrativa de la madre sacro santa de las canciones rancheras?

Ahora bien, el problema no acaba ahí. El segundo punto consiste en que el artículo logra, de una forma bastante efectiva, apelar a los sentimientos de los lectores, quienes terminan la lectura identificándose con el autor en una dimensión emocional muy fuerte. Esto trae directamente como consecuencia que ocurra un fenómeno muy parecido al ilustrado en el ejemplo de la identificación con los blancos buenos en las plantaciones de esclavos. Súbitamente, la violencia patriarcal que sufren a diario y en carne propia las mujeres queda parcialmente ocluida ya que la posible identificación con su sufrimiento se desplaza hacia la sensibilidad de hombres con buenas intenciones. ¿Es bueno? ¿Es malo? Nada de eso. Pero no es inofensivo. El desplazamiento del lente narrativo es en esencia un despojo del grito de las mujeres hacia la perspectiva del sujeto privilegiado. Y ese “despojar” es lo que en esencia sustenta el sistema patriarcal, es decir, la usurpación del poder y la subjetividad femenina por parte del sujeto masculino privilegiado. Si la masculinidad tradicional se construye sobre un acto de usurpación, una nueva masculinidad capaz de contribuir realmente a desmantelar el sistema patriarcal tiene necesariamente que ser una masculinidad que rompa con el modelo del despojo en todo aspecto, incluyendo el simbólico-narrativo.

El feminismo ha estudiado ampliamente fenómenos como la violencia simbólica, misma que explica la construcción, distribución y reproducción de posiciones sociales en el campo cultural. Estas posiciones tienden tanto a normalizar formas de desigualdad como a justificar el ejercicio de otros tipos de violencia. Un ejemplo es el de la eterna madre abnegada. El concepto de violencia simbólica es por lo tanto útil para analizar la forma estereotipada en la que se construyen personajes femeninos y su relación con un complejo sistema de violencias. En casos como el del artículo mencionado, esta violencia simbólica podría ser conceptualizada como una violencia narrativa que desplaza el proceso de identificación con el sujeto oprimido estereotipado hacia la bondad del grupo opresor, logrando así no solo despojar al oprimido de su propia subjetividad, sino también despolitizar su grito.

Como quedó señalado arriba, no se duda en absoluto de las buenas intenciones del autor del artículo y, por lo tanto, en ningún momento se piensa que intencionalmente haya querido reproducir un tipo particular de violencia. Sin embargo, la solidaridad con la lucha contra la violencia contra las mujeres, como cualquier otro acto solidario, pasa obligatoriamente por discutir las cosas pausada y críticamente. Las buenas intenciones son siempre bienvenidas. No olvidemos, sin embargo, que es en el cuerpo femenino, en su control y representación, en el que se inscriben en última instancia todas y cada una de las formas de violencia que existen.


* Somos un colectivo de columnistas, madres, padres, activistas, académicas, antropólogos, críticos literarios, músicos y/o fotógrafos. Cada cabeza es un mundo y, en colectivo, las reflexiones no solo reflejan búsquedas y dudas comunes que, esperamos, generen debates también comunes, sino también intentan subvertir los parámetros tradicionales de la autoría.

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