El odio y el orgullo: El porqué del arcoíris (y II)

Y tengo que desviar mi atención por un hecho en extremo vil.

Jacques Hamel, un indefenso sacerdote católico de edad avanzada, fue degollado el martes —cobardemente, a sangre fría y en su propia parroquia al norte de Francia— por dos muy jóvenes jiferos autoproclamados «soldados» del Dáesh.

La imagen mental me perturba y horroriza. Una vez más, me uno al duelo del pueblo francés. Me uno a la familia de don Jacques. Y me uno inequívocamente a la consternación de los fieles católicos, quienes han visto en este crimen —y con razón— un ataque directo en contra suya. Mi solidaridad toda. Sin reservas.

Digo más: es necesario proceder con obcecación o mezquindad para negar que, sin concurso del cristianismo, la historia de Occidente tendría problemas enormes para hacerse comprender, cosa que sostengo ahora como antes.

Y digo aún más. Cuando el Dáesh da un zarpazo digamos en Siria, ataca a su propia población: se trata de terrorismo doméstico, casi en contexto de una guerra civil y, por supuesto, ni muchísimo menos atroz.

No obstante, cuando el Dáesh (o sus matachines o sus afiliados o sus adictos) arremete en un templo cristiano en Occidente, embiste de este la tradición; cuando irrumpe a balazos en un establecimiento gay, embiste de este la libertad. No es difícil conectar estos dos puntos.

Los blancos de ataque tienen un enemigo compartido: una rotunda ideología del mal. No hablo del islam: hablo del terrorismo yihadista. Y, sin embargo —en los casos occidentales—, en lugar de buscar un terreno común en la lucha cohesiva contra esa vesania carnicera, la Iglesia católica ubica a la comunidad LGBT en el mismo círculo del Infierno que a los verdugos de ambas.

El cardenal Robert Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, no titubea por ejemplo en comparar la inventada «ideología de género» (a la cual adscribe la legalidad del arcoíris) con el terrorismo del Dáesh, dado que son, según él o su jerarquía, las dos «fuerzas diabólicas» de hoy y «como dos bestias apocalípticas». ¿Estolidez dogmática, conseja medieval o falta de oxígeno al nacer? Ignoro la causa, pero su eminencia ilustrísima da trazas de no contar con demasiadas luces en la azotea.

Si tan solo se diesen cuenta de que deberían contarnos como aliados naturales y no como sus enemigos. Si tan solo.

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Apesadumbra, pero decirlo se debe: la religión tiene el poder de ser un pecho dicotómico de leche como de cáncer. Uno lactó de la apostólica romana, muy a pesar de uno. Y a uno le supo a metástasis ya desde monaguillo. Aclaro a los suspicaces: ningún experto en convertir licor económico en plasma sanguíneo del Ungido abusó de uno en sacristías.

(Creo tener entendido que no es de muy buena crianza el uso del nominativo de primera persona singular en referencia a uno mismo, con lo cual, en ocasiones, uno se ve en la victoriana situación de recurrir al subterfugio del pronombre indeterminado; no sea que lo tomen a uno por descendiente espiritual de aquel muchacho de Beocia cuyo ahogo se produjo al enamorarse de su propio reflejo antes de caer en el estanque, ¿no? Sea. Yo concluiré donde empecé, que fue hablando de mi experiencia y circunstancia, sin falsa modestia pero huyendo del efecto Dunning-Kruger. Se trata de una herida. Se trata del único tema en el que mi ignorancia es menos indisculpable).

Vuelvo al carril. No reverencio la cátedra de Pedro ni veo santidad en un mortal que defeca lo mismo que yo. No es mi cacique. Y cuanto él diga o dijere no debería restarle a mi sueño nocturno ni un yoctosegundo.

Pero se da la encrucijada de que el romano pontífice maneja dos discursos en lo tocante a la evidentísima discriminación de la cual es materia el único segmento de la humanidad al que su fe considera esencialmente degenerado: el mío.

Cuando Jorge Bergoglio aboga por la justicia social, por el cese definitivo de los conflictos y por la responsabilidad ecológica compartida, estoy por completo de su lado. Cuando refiere al Catecismo para decir sin decirlo que la comunidad LGBT es depravada, con graves desórdenes intrínsecos y sin derecho a la leticia del amor en las leyes terrenales, estoy en sus Antártidas.

El evento es que el señor de blanco dirige una organización que se opone con tozudez, en egregia compañía de los países musulmanes y desde el centro de la ONU, a la despenalización mundial de la homosexualidad (no se olvide: la Iglesia católica afirma contar con más de mil doscientos millones de miembros, y su influjo es robusto a escala global).

El insidioso razonamiento detrás de aquel antagonismo viene a ser el siguiente: si el concierto de las naciones declarase al unísono que la toma de todas las medidas para garantizar que la orientación sexual y la identidad de género no puedan en ninguna circunstancia ser objeto de castigo (ejecuciones, arrestos o detenciones), se podría abrir la puerta, ¡qué terrible!, al tan temido matrimonio igualitario.

Dicho de otro modo, claramente preferimos que a los sodomitas incastos los asesinen, capturen o torturen, con tal de que no se casen. Es decir, queremos que sigan como ilotas y tenidos por delincuentes en el mundo entero —o allí donde aún se pueda—. Todavía mejor: queremos que no existan.

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Por esa vereda, en el segundo punto de su más reciente carta pastoral, la Conferencia Episcopal de Malaui reprochó en marzo último al Gobierno de su país el haber suspendido las leyes que penalizaban la homosexualidad con cárcel, y condenó con los términos más fuertes a los adultos «culpables» de «cometer» en forma consciente «actos homosexuales» con otros adultos, porque dichos actos son siempre «malvados». Puesto de otra manera, los prelados católicos de aquel país africano exhortan a las autoridades civiles a meter en prisión a los gais como prioridad nacional. Hermoso.

De otra parte, la Iglesia católica en su conjunto afirma desaprobar la «injusta discriminación» a las personas homosexuales (la justa es una incógnita y las personas trans son una fábula), pero sin aceptar que los seres humanos tenemos identidad de género y orientación sexual, y sin ver en ello la menor contradicción.

No sorprenda lo anterior: hablamos de un aparato teocrático que juzga a las mujeres solo dignas de recibir seis de los siete sacramentos, y que ve «ideología de género», ¿qué diríamos?, hasta en el depilado del biquini —ideología que, por lo demás, no existe sino en los regüeldos de sus enseñanzas—.

Hay más. Aquí, otra idea para un tríptico del Bosco o para un grabado de Doré: de acuerdo con César Truqui, un exorcista de este siglo, el demontre bíblico Asmodeo se especializa en atacar El matrimonio®™ y La familia®™; en consecuencia, una pareja gay o lésbica que decida unirse en estatuto secular se convierte de súbito en instrumento del Maligno para confundir y desnaturalizar el plan de Dios, máxima tragedia planetaria de la cual ya advirtió su santidad conosureña cuando aún era arzobispo de Buenos Aires.

De todo esto pueden ustedes enterarse en Aciprensa.com, sitio cuyos comentaristas a pie de página pongo como ejemplo de sótano de troles más papistas que el papa y más católicos que la Sagrada Familia, y para quienes Benedicto XVI es el último sucesor legítimo del apóstol Cefas (el santo padre gaucho, mientras tanto, es más o menos el Falso Profeta con olor a bife y alfajor).

Nada parece saciar el apetito de los homófobos católicos —u homófobos religiosos por lo corriente—, ni siquiera la negativa del actual vicario de Cristo a acreditar al diplomático Laurent Stefanini como embajador de Francia ante la Santa Sede, sencillamente por no ser él heterosexual.

Puede entenderse que el Estado Vaticano se reserve el derecho de dar la bienvenida a un delegado extranjero cuya vida privada no armonice con doctrinas eclesiales, pero yo me pregunto si es práctica rutinaria el rechazar asimismo a cada embajador que no esté unido en «santo matrimonio», o que viva en una relación fornicaria o de adulterio, o que represente a un Gobierno corrupto, nada de lo cual es menos pecado.

Intuyo que este rasero tan solo es aplicable a quienes tuvo una vez la Iglesia el gozo de destruir —fuego mediante— por ir contra naturam. ¿Coherencia? No: los aberrados no la merecemos.

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No cunda la inquietud: Bergoglio dice en un avión, con su predecible talante demagogo y farragoso, que su Iglesia debe disculparse con los gais por habernos ofendido, y aun más, debe pedirnos perdón (al igual que a los pobres, a las mujeres, a los niños explotados, y perdón por haber bendecido tantas armas).

Siendo así, ¿se disculpará en nombre de aquel tolerante de pedófilos conocido como san Juan Pablo II, quien no ocultó su beatísima amargura cuando, con motivo de la marcha del World Pride 2000, en Roma, afirmó con sumo disgusto que el desfile por esa ciudad era ya en sí mismo una ofensa a los valores cristianos? Qué clemente en año de jubileo: de arcoíris, nada. Wojtyla deseaba para nosotros/as la imperceptibilidad, o bien, las profundidades del ropero, quizás hasta vernos en los límites de Narnia.

Vuelvo a Bergoglio. Dice, pues, que la Iglesia debe pedirnos perdón, pero no lo ha hecho (ni la Iglesia —esto es, los cristianos— ni él). Y tal vez no lo haga porque sus feligreses eligen siempre ver en una pareja gay no amor, sino un coito caminante, y pensar en quién «hace de hombre» y quién «hace de mujer».

«Perdón», pero sin llamar a capítulo, exempli gratia, al cardenal dominicano Nicolás López Rodríguez, por haberle dicho gratuitamente «maricón» al embajador estadounidense James Brewster, a quien el clóset le es ajeno.

«Perdón», pero sin modificar en una vírgula el Catecismo cuando nos declara gravemente depravados si somos sexualmente practicantes.

«Perdón», pero consintiendo que nos aprehendan o recluyan en casi ocho decenas de países.

«Perdón», pero velando por impedir nuestro pleno desenvolvimiento vital, incluida la aptitud erótica.

¿Podría yo pedir perdón, don Jorge, cuando aquel de quien lo solicito tiene aún mi bota sobre su cuello?

Mucho lo siento, respetable caballero, pero no se puede hablar por los dos lados de la boca. ¿De qué sirve instar a su grey a pedirnos perdón, si —como fruto de una retórica levítica, paulina, tomista y tridentina— nos seguirá considerando ideólogos del mal y lacayos del Padre de la Mentira al nivel de los ladrones y asesinos?

Y, tras la masacre de Orlando, ¿con qué cara puede comunicar que «todos esperamos que se encuentren caminos, lo antes posible, para identificar y contrarrestar en forma efectiva las causas de una violencia tan terrible y absurda», cuando una de estas causas viene en molde de escritura, tradición y magisterio de su propia religión y de sus religiones agnadas?

¿Con qué solvencia puede hablar de «tontería homicida y odio sin sentido», cuando su sistema de creencias ha sido durante siglos muy industrioso en la tarea de odiarnos, por mucho que se asevere lo contrario?

Ni siquiera ha tenido su santidad los modales de admitir que el objetivo de ese ataque era la minoría gay. Si el tiroteo se hubiese perpetrado en una sinagoga, ciertamente no habría dudado en extender sus condolencias a la comunidad judía, honrando así su especificidad. Es obvio: el «pastor universal» nos invisibiliza adrede, aun cuando nos masacran.

Mientras siga manteniendo el statu quo y no deshaga de obra (no solo de palabra) los innumerables entuertos cometidos hoy y ayer y anteayer y pasado mañana por su Iglesia en contra de mi comunidad, todo lo que diga su piadosa lengua será una mera recitación de inanidades. Humo y espejos. Esto es lo que, con notable finura, los amigos anglohablantes llaman bullshit.

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Por principio general, descreo de la buena voluntad de quienquiera que se valga del voquible «maricón» para ofender, fuere o no a mí, y fuere o no en sentido traslaticio.

«Maricón», en rigor, es la injuria que nombra al hombre homosexual. Si digo yo «maricón» para agraviar a cualquier hijo de vecino —reparta o no reparta sus caricias a varones—, dejo implícito que los homos son, quedo agradecido, una ralea infame y despreciable y por lo tanto una reserva léxica siempre a la mano para lanzarle mierda verbal a un tercero.

Camaradas, eso también es homofobia. Naturalmente, la palabra «maricón» la incluye el diccionario, y el diccionario es pertenencia de todos: todos somos libérrimos de hacer origami con las entradas allí contenidas, pero las formas que elijamos para hacer tal origami desvisten lo que nuestros sesos ya dan por cosa juzgada. Lenguaje. Signo, significado y significante, saben ustedes. O Heidegger y Saussure, para los más instruidos.

He sido insultado con aquel detestable término —o sus pares en otros idiomas— y he sido escupido en la calle por transeúntes y circunstantes que no tienen ni puñetero conocimiento de mí, dentro y fuera de «♪mi bella Guatemala, un gran país, que en la América del Centro puso Dios…♪».

Me ha socorrido la suerte: no sé, igual podría haber sido golpeado a culatazos de pistola hasta la deformación facial, y luego apaleado y dejado morir de las heridas, por 18 lentas y frías horas, suspendido de una alambrada en un paraje de Wyoming (jamás conocí a Matthew Shepard, pero mis ojos a veces destilan alguna sal por él, años después de su brutal homicidio).

Habrá siempre algún benevolente que por elemental decencia humana repruebe la homofobia, aunque su entendimiento del asunto fuere lo bastante ignaro como para creer que un gay reduce toda su humanidad a las hormonas, o lo bastante prosaico como para asimilar con irregularidades en los pies la históricamente denigrada experiencia de vida de una persona no heterosexual.

Esto sería no solo banalizar el estigma de un sector demográfico determinado: sería insinuar, acaso sin querer, que la característica inmanente al sector en cuestión puede «corregirse» por algún medio, tal como ciertas imperfecciones se corrigen mediante ortopedia o cirugía.

Noticia: nadie funda asociaciones o camarillas cuyo único propósito sea escarnecer, calumniar, agredir o exterminar a todo aquel a quien —para valerme de comparaciones pedestres— se le formen callos o verrugas en las extremidades inferiores.

Quizás algún día se logre comprender que la orientación sexual no se aprende; que, como declara la Asociación Mundial de Psiquiatría, es a un tiempo innata y determinada por factores biológicos, psicológicos, sociales y del desarrollo; que la homosexualidad probablemente no se deba a factores genéticos, sino epigenéticos; y que, aun si no fuere así, su realización merece el mismo techo de libertad civil con que el Estado cobija a la libertad de culto y a otras libertades.

En cualquier caso, ¿por qué habría de rastrearse una necesaria causa genética? ¿Es que se ha descubierto el gen de la heterosexualidad por alguna serendipia? Lo único que hace un gen, a fin de cuentas, es controlar la expresión de una proteína. Las complejidades humanas van mucho más allá de los genes.

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De cuando en cuando, hasta personas heterosexuales de criterio aparentemente amplio (si bien con ideas pétreas de qué es o debe ser lo «masculino» y qué es o debe ser lo «femenino») son incapaces de disimular, en su altanero privilegio heteronormativo y patriarcal, su aversión a aquello que no encaja en la angostura de sus propios buzones cognoscentes.

En la desdeñosa opinión de aquellas buenas conciencias, así, cada ademán, cada prenda de vestir, cada estética de cabello, cada patrón de habla, cada materialización del lenguaje kinésico, cada supuesto calco de hábitos y roles que la tradición ha asignado a un sexo y no a otro son, en sustancia, no performances subversivas de complicidad intragrupal y una puesta de pica en Flandes en una sociedad de machitos, sino imposturas o parodias de comportamientos respetables cuyo desprecio y ojeriza pueden aun justificarse.

¿Y hemos de agradecer esta presunta empatía, cuya desembocadura potencial es la sugerencia de regresar al oscuro armario apolillado de un estándar que no importune ni contamine el paisaje antropológico de los pensadores de café, o que no perturbe un orden imaginario de las cosas, donde el blanco y el negro —o el rosado y el celeste— son monumentos a la rigidez? Dispensarán ustedes que no muestre gratitud.

Hay mucho más talento en cincuenta calorías quemadas por una «loca» bailante en tacones de aguja que en mil o dos mil o tres mil caracteres escritos por cualquier emborronador que queme calorías en privado con el sexo femenino.

Si vamos a clichés, una «loca» en un vestido puede incluso irradiar más belleza, creatividad y garbo que cualquier actriz en la gala de los Óscar.

Y a mí me extasiaría saber si en la modélica autenticidad conductual arriba aludida se clasificaría a Rudolf Nuréyev, David Bowie y Pedro Almodóvar bajo el rótulo de «locas», o a Marlene Dietrich, Marguerite Yourcenar y Chavela Vargas bajo el de «marimachos». Y por qué sí. O por qué no.

Sépase bien: la conquista moderna de los derechos civiles de la comunidad LGBT no la emprendieron caballeros «de bien», de frac y sombrero de copa, sino travestis, disconformes y «locas» que se liaron a taconazos con las fuerzas policiales frente a un bar, el Stonewall Inn, dos noches consecutivas de junio en la Nueva York de 1969. De aquí que sea junio el mes conmemorativo de la diversidad sexual.

Conque lo lamento, pero ningún costumbrista es quién para pontificarnos con suficiencia qué códigos identitarios o de género podrán estimarse de buen tono o aceptables, muchas gracias. ¿Tendría yo licitud, desde mi privilegio «ladino», para señalarle a un individuo garífuna cuáles aspectos de su cultura son irritantes porque personalmente los juzgo estrafalarios, primitivistas, postizos o salidos del Inguat? Pues eso.

Yo repudio cualquier convencionalismo que invalide unas formas particulares de sensibilidad —bufas o no— con las cuales una minoría milenariamente marginada decida por sí y para sí, sin daños a terceros, presentarse y representarse ante el mundo, o articular un formato comunicativo de sí misma para el resto, o exteriorizar una semiótica y un ethos propios; sobre todo, si aquella deslegitimación emana del privilegio dominante (invoco a Gramsci: lo llamo hegemonía).

Pero esto no lo captan —puesto que no les afecta— quienes, desde su cima encastillada, solo saben ver corrección política, hipersensibilidad, monomanía y victimismo por parte del sujeto subalterno. ¿Cómo se atreve el «indio» relamido a responder?

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Cada grupo poblacional excluido tiene su propia tragedia colectiva, como también su apertura del mar Rojo. Así que no pretendo jugar a las olimpiadas de la opresión, donde nadie sale ganando.

Empero, fuera de la LGBT, no estoy al tanto de otra minoría universalmente vulnerable que con virulencia haya sido demonizada por la religión, patologizada por las ciencias médicas y criminalizada por las leyes civiles (hasta no hace mucho, todo al mismo tiempo). Además, se ha escrito solo en letra minúscula acerca de la diáspora gay, de la cual soy una también minúscula parte.

Añado: hemos debido soportar en agrio silencio el que se nos tilde de todo. Desde «abominaciones», apelativo bíblico, hasta «invertidos», fórmula freudiana. Desde enfermos hasta criminales. Desde violadores de ángeles hasta abusadores de niños… ¡Basta!

Aquí tienen nuestro orgullo: lidien con él. Porque no semantizamos el orgullo en concepto de soberbia y vanidad, sino como lo opuesto a la vergüenza y la repulsa. Y luchamos con ahínco (creo hablar por la entera fraternidad del arco en cielo) para que la vergüenza y la repulsa ya no levanten, en todos los rincones de este orbe, más censos en el clóset.

El orgullo gay no es triunfalismo, sino una historia de supervivencia. Sentimos orgullo no por una singularidad inherente y no pedida, sino porque seguimos aquí a pesar de todos los odios.

En las palabras luminosas de Joe Jervis, un webtivista de los nuestros: «Nos querrían invisibles. No lo somos. Dancemos».

Con la faz izada, aquí va también mi descorche.

Ramón Urzúa-Navas

Soberanía orgánica con alguna conciencia de sí misma. Habita Sobrevive de momento en Nueva York Chicago, Subsiste indefinidamente en Guatemala (y desempleado). en una de cuyas universidades persigue la obtención de un doctorado donde se plantea seriamente el abandono de la academia. Tiene claro que lo emborrachan la poética, la retórica, la gramática, la filología, la estética, la metafísica, la historiografía, las ciencias, las culturas, los vinos, usted y otros asuntos misteriosos. Ha sido corrector intransigente, catedrático inexperto, traductor plurilingüe, barman ocasional y a veces bohemio, para menor gloria de dios. Aspira a articular alguna coherencia posmoderna mientras cree en un planeta menos bestial. Todo lo demás carece de importancia.

4 Comments

  • Reply August 24, 2016

    René Villatoro

    Leí con atención tu blog y no puedo menos que felicitarte. Requiere valor, mucha pasión e indudablemente mucha lucidez escribir algo así. Espero que en un futuro no muy lejano, toda la comunidad LGTB obtenga todos los derechos que como personas tienen el derecho a tener. Qué así sea

  • Reply August 28, 2016

    Ramón U-N.

    Muchísimas gracias, René. Yo también lo espero (ojalá en esta vida, que es la única de la cual tenemos certeza). Un abrazo y, nuevamente, gracias.

  • Reply November 4, 2016

    Jose de Maistre

    Tan falso es el liberalismo que ha haogado a Occidente.

  • Reply November 6, 2016

    Ramón U.-N.

    No estoy muy seguro de qué tenga que ver mi texto con lo que usted ha escrito, Sr. De Maistre. En todo caso, le agradezco haberse tomado el tiempo de comentar. Un saludo.

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