Eso que se llama privilegio

1. Salvedad prescindible

Querría discurrir acerca de lo que verdaderamente importa, como la partición de Brangelina en dos mitades o el animal anaranjado que lleva Trump en la cabeza o por qué motivo Hillary no alimenta el guardarropa en Balenciaga o De la Renta, cosa que me intriga. Temas que desgarran el alma, temas que arrebatan el espíritu, temas que les extirpan lágrimas a Freud y a Benedicto XVI.

A pesar de su arrasadora y torrencialmente incalculable magnitud a punto de hecatombe, tanto la ruptura de una pareja potente como, no sé, las opciones sartoriales de quien con fértil probabilidad será la próxima ocupante de la Casa Blanca deberán esperar un abordaje más digno y de menos liviandad en un texto que no produzca astigmatismo, como con alguna certeza lo hará este que ofrezco.

Si por ventura no dispone usted de la paciencia de un desierto en aguardo de la nieve, tiene usted la autonomía —faltaba más— de seguir su navegación virtual en busca de otros cosmos. En cambio, si decide quedarse por acá, le espera longitud y somnolencia, y quizás hasta termine yo pareciéndole altamente asesinable. Advertencia dada. Sonría para la foto.

Bien. Hablaré de usted. Y de uno. De él. De ella. De ellos y ellas. De nosotros también. Se trata de un tipo de sistema relacional que coloca a ciertos humanos en predominio y a ciertos otros en detrimento, lo cual redunda en justicia social no servida. Lo cual redunda en disparidad y asimetrías. Es decir, hablaré de cosas muy ligeras, sin la colosal envergadura joyeril de la señora Kim Kardashian.

Saldrá en las callejas de este escrito el constructo de «corrección política», ese cenicero conceptual en el que escupen malquerencias quienes ven su propio privilegio amenazado. Conjuntamente, ejecutarán su danza de los siete velos las distintas manifestaciones de aquel privilegio. Y, además, asomarán por ahí la cara la camaleónica hegemonía y la multívoca posmodernidad.

***

Ni vividores, ni doña Teresa de Calcuta, ni el dalái lama, ni el vicario Francisco: nadie puede arrogarse la palabra de todos los desposeídos de la Tierra. Tampoco es esa mi pulsión, evidentemente. Queden muy lejos los mesianismos. Y más los caudillismos.

Al grano: busco abordar prelaciones estamentales, cisnormativas, pigmentócratas, homófobas, misóginas, misogerontas y misanáperas. Con pedantismo descarado, y aunque nadie los vaya a utilizar, acuño los dos términos escritos en itálicas sobre la base del griego, pauperrimísimo en lo mío; con ellos denomino la hostilidad hacia personas de edad avanzada y hacia personas con discapacidad, respectivamente —vuelen palomas mensajeras a la RAE—. No desconozco que sus contrapartes en inglés, matices variando, son ageist y ableist, pero su dicción en cualquier lengua romance se (me) antoja cacofónica. Claro que también podríamos empacar todo lo anterior en la palabra «paranoia» y sorber un capuchino después de encogernos de hombros.

Ya veo venir repugnancias a cuenta de esa jerga hermética, esa lengua negra de Mordor nacida en aulas francesas y estadounidenses radical chic, forjada a fuerza de prefijos, y cuyo artificioso inventario de tabúes parece presentar una fonética con afinidad a nomenclaturas farmacéuticas, naftalina incluida. Oigo arcadas. Deduzco indigestión.

Lleguen, pues, las devoluciones gástricas, que me declaro culpable. Asumo un tipo de elitismo cultural —occidentalesco— que he reconocido como privilegio en ocasión anterior, y asumiré en este texto la latosa proliferación de neologismos (algunos ya en uso y otros pocos de mi zafra). Estos, vea usted, son seductoramente ridiculizables, muy a la manera de la latiniparla por la cual toreaba Francisco de Quevedo a Luis de Góngora en el llamado Siglo de Oro español. Es más, los estoy regalando en bandeja de plata: suculenta chuleta de chacotas. Y eso está muy bien. Y puedo vivir con eso.

No embargante lo dicho, un fenómeno posee existencia con indistinción de tener o no apelativo. Lo subversivo de nombrar lo innominado es que se le otorga visibilidad: una vez visto y bautizado, el fenómeno se instala ya en una categoría cognitiva, para bien o para mal.

Por eso me atrevo a dar nombre a lo que en castellano no lo tiene y a usar los nombres de aquello que se soslaya. Por eso tengo el atrevimiento de clavar un meñique en la llaga de la exclusión, muy consciente de la paja y de la viga en mis pupilas y al tanto de que escribir sobre algo mínimamente lejano al conocimiento común en Guatemala es sinónimo de fanfarronada intelectual y altanería. Una vulgaridad, pero al revés.

2.  Opresiones (in)deseadas

Privilegium > privus (‘de uno mismo’, ‘privado’) + lex (‘ley’) = ley específica para un individuo. ¡Oh, latín, siempre docente, siempre oracular!

La cuestión del privilegio es esta: en la lengua oficial de Hispanoamérica y Guinea Ecuatorial (y también de España, mire usted), se define ‘privilegio’ como la exención de una obligación, o como una ventaja exclusiva o especial que goza alguien por concesión de un superior o por determinada circunstancia propia.

Gracia del ejemplo: en virtud de su oficio, generalmente tienen los periodistas el privilegio de asistir a conciertos u obras dramáticas u otra suerte de espectáculos sin pagar por la admisión, en el entendido de que luego escribirán acerca de la experiencia.

Si su rendimiento académico ha sido el óptimo o al menos sobresaliente durante todo el ciclo lectivo, un/a niño/a puede ser exonerado/a de exámenes finales o puede concedérsele el honor de ser abanderado/a en actos de clausura del año escolar, y esos son privilegios.

A algunas empresas y corporaciones se les confiere un trato impositivo favorable a modo de aliciente para crear empleos —eso es también un privilegio, por muy cuestionable que sea—.

A distancia, aún perviven privilegios superfluos que reflejan los antojos de otras eras, como que solo a las reinas católicas (soberanas o consortes) les dispensa el papa el privilège du blanc, es decir, la autorización de vestir de blanco en presencia de él en el Vaticano; todas las demás mujeres, reinas o no —desde Isabel II de Inglaterra hasta Roxana Baldetti—, por protocolo deberán comparecer de negro riguroso ante el beatísimo padre. O que solamente los duques de la casa de Alba ostentan el privilegio de entrar a caballo en la catedral de Sevilla si les da la ducal gana. Y así por el estilo.

Ahora bien, fuera de lo rancio, hay otra clase de privilegios no ganados, ni pedidos, ni ordinariamente admitidos en conciencia por quienes son sus beneficiarios y quienes, no por azar, suelen integrar los sectores demográficos con poder sobre el resto de sectores de una sociedad (o del orbe total en casos delimitados) y que forman sistemas de opresión.

En 1988, la catedrática estadounidense Peggy McIntosh, fundadora del Proyecto Nacional SEED para un Currículum Inclusivo, identificó cuarenta y seis maneras en que ella se beneficiaba sin pedirlo —en lo social, lo legal y lo económico— del mero hecho de ser blanca en una nación como la suya.

Lo hizo en su hoy célebre ensayo White Privilege and Male Privilege: A Personal Account of Coming to See Correspondences Through Work in Women’s Studies, mediante la comparación entre el privilegio masculino (que la oprime) y el privilegio blanco (que la favorece). Delineó paralelismos entre uno y otro, y concluyó que todos/as nosotros/as, en algún momento, salimos beneficiados/as o perjudicados/as por alguna característica que, muy a menudo, no hemos elegido.

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El privilegio es transversal. La sociedad asigna privilegios, digamos, a un hombre moreno y somáticamente indemne en contraposición a una mujer y a una persona lisiada, pero se lo revoca ante la tez clara de cualquier persona (especialmente, de otro hombre).

Una mujer heterosexual, sencillamente por su heterosexualidad, posee innúmeras ventajas sociales y simbólicas de las cuales se excluye a un hombre homosexual, lo cual no quiere decir que sea homófoba. A su vez, un hombre homosexual, por el simple hecho de ser hombre, puede beneficiarse de su privilegio masculino de muchísimos modos, lo cual no significa que sea misógino. Y un hombre heterosexual, qué duda cabe, está por encima de ambos en casi toda jerarquía.

Muy aparte, hay gais (mujeres y hombres) que son racistas o xenófobos/as o antisemitas, como hay mayas o afrodescendientes o judíos/as que son homófobos/as. Puede haber homofobia en personas trans, como puede haber transfobia en bisexuales y gais (hombres o mujeres).

En tiempos de la esclavitud colonial norteamericana —digo colonial porque las hay modernas—, una mujer anglosajona sustentaba una obvia elevación social ante un esclavo subsahariano, quien por su parte ejercía autoridad sobre las mujeres de su mismo color como consecuencia del privilegio masculino, que a su turno era ejercido por el anglosajón marido de la misma ama del esclavo víctima del privilegio blanco. En el cauce guatemalteco, sustitúyase «anglosajón» por «peninsular-criollo», y «subsahariano» por cualesquiera etnias de origen maya, y la situación es tres cuartos de lo mismo.

Un lustro después de que los/as esclavos/as fueran libertos/as en Estados Unidos (en 1865), ya todos los hombres —negros y, por supuesto, blancos— pudieron ejercer el sufragio, no así las mujeres, ni blancas ni negras. Tuvo que pasar medio siglo para que esta injusticia fuese subsanada. De modo que, en algún momento, el afronorteamericano votante fue más privilegiado que las mujeres de cualquier color.

Por otro lado —si bien de manera conexa—, a quien fuera el presidente Lyndon Johnson se atribuye haber dicho lo venidero: «Si puedes convencer al peor de los hombres blancos de que él es mejor que el mejor hombre de color, el primero no se dará cuenta de que le estás metiendo la mano en el bolsillo. Carajo, dale a cualquiera a alguien para que lo desprecie y te vaciará él mismo sus bolsillos». Cinismos aparte, aquí se intersecan el privilegio económico con el racial.

En efecto, parte del éxito amasado por un Donald más caricatural que el personaje de Walt Disney radica en que millones de personas blancas en desventaja económica se figuran, hasta este momento, como en un plano cartesiano superior a las personas afroestadounidenses, independientemente del grado de riqueza de estas.

Y el racismo de algunos alcanza matices ya rupestres: un hillbilly de Mississippi o Alabama puede delirar con que su sola melanina lo coloca por encima de un próspero abogado de ascendencia keniana educado en Harvard y llamado Barack Obama.

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Sonará a perogrullada, pero los efectos de la discriminación generan privilegios (no para el discriminado, claramente). No es consciente de su privilegio un individuo ladino a quien se le haya dado en alquiler una casa que le fuera antes negada a un individuo tz’utujil con igual capacidad de pago. ¿Tiene de esto noticia el nuevo inquilino? No. Y, sin embargo, lo mismo se beneficia de un privilegio que no ha solicitado, lo cual no quiere decir que sea racista.

En ocasiones varias, un puesto de trabajo sedentario le será antes concedido a una persona que no necesite desplazarse en silla de ruedas, aunque la persona en silla de ruedas esté mejor capacitada y aunque la otra persona no sepa que se está beneficiando de un privilegio corporal.

Por otra parte, en sí misma, la condición de minoría no equivale a estado de inferioridad o postración: baste recordar que un ínfimo 1% de terrícolas acapara el 50% de toda la riqueza del planeta. A su vez, formar parte de mayorías tampoco procura a priori solvencia o preponderancia. ¿No son, acaso, los pueblos indígenas los mayoritarios en Guatemala? Lo son. Así y todo, son los más desheredados. ¿Poco más de la mitad de la especie humana no está compuesta de mujeres? Lo está. Y he aquí que son las menos favorecidas en casi todos los indicadores de desarrollo. (Las mujeres indígenas, caramba, no están exactamente en lo que podríamos llamar un estado de ventaja, y lo estarán aun menos las mujeres indígenas lesbianas y con algún impedimento físico).

Un privilegio, en consecuencia, no es por fuerza un asunto de mayorías o minorías, y tampoco se constriñe a lo económico. Como se ha visto, los hay sociales, sexuales, culturales y políticos (a menudo entretejidos o traslapados), que no son ni mucho menos expulsantes.

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Esos, esos privilegios ejemplares.

Ese privilegio machista que mira de lado el femicidio porque basta con decir «homicidio»; y, con instinto de gran simio, persiste en su insidioso y sexual acoso —socialmente permitido— porque halagadas deberían de sentirse las hembras.

Ese privilegio albicutáneo que se granjea sonrisas espontáneas y fugaces por parte de cualquier desconocido, aquí o en Camerún, y suele asegurarle al portador un trato afable y servicial allá donde vaya, compre, consuma o circule.

Ese privilegio europeizante que, al menos en Guatemala, cuando dice «alfabetizar», piensa en verdad en «castellanizar».

Ese privilegio patriarcal que, con magisterio pontificio, le dicta a una mujer cuándo hablar, qué calzar y hasta cómo protestar.

Ese privilegio juvenista al que no le preocupa encontrar empleo después de los 40 ni ser tratado como estorbo por su propia familia después de los 60.

Ese privilegio heteronormativo que no tiene que ver su masculinidad o su feminidad constantemente interrogadas por una sociedad obsesionada en someterlas a prueba; o que no necesita preguntarse por qué su relación de pareja no está representada, en países como Guatemala, en anuncio publicitario alguno (televisivo o impreso o digital o ambulante o aéreo o peatonal), digamos, en días como el del Cariño, aunque sea por simple estrategia de mercado.

Ese privilegio clasista que trata de «vos» a meseros, mercaderes o gasolineros a quienes no ha conocido en la vida. Y tendría hasta la audacia de gritarle a un poblador de asentamiento que él es pobre porque quiere.

Ese privilegio anatómica y mentalmente funcional que vive en un universo ideado por él y para él, indiferente a la carencia de señalizaciones en braille o de transmisión informativa en lenguaje de signos o de rampas de acceso para personas con movilidad limitada.

Ese privilegio del hombre —el de aspecto viril y no de «loca»— que no precisa de hacer esfuerzos para que cualquier persona, fémina o másculo o incluso las personas de identidades inabarcables, se dirija infaliblemente a él, «el hombre», con objeto de tratar asuntos comerciales o profesionales cuando va franqueado por la mismísima señora o señorita que posee los medios adquisitivos de servicios, aun si ella los ha pactado con la parte que los presta. (Tengo que compartir: acabo de acompañar a mi madre a pagar por un ajuste automovilístico cuyos mecánicos se dirigieron de manera impensada a mí, sin obstar que el vehículo era de ella, sin obstar que quien puso el efectivo fue ella y sin obstar que quien lo había negociado todo fue ella).

Ese privilegio urbano que cuando dice «los guatemaltecos» piensa en realidad en los capitalinos, sea para denunciar —con acierto— la escasez de áreas verdes de recreo general en la metrópoli, o para reprobar —con razón— el furor de la circulación automotriz en horas punta; o que, cuando dice «la ciudad», en notas periodísticas y telediarios y editoriales y opiniones publicadas, se refiere en forma indefectible a la sede citadina del Estado. Las otras ciudades poco pintan y lo rural es apenas pintoresco.

Ese privilegio criollo-ladino y vestigialmente encomendero que se concede la licencia de decir «nuestros indígenas», así, de modo casual, en referencia a millones de personas que no son propiedad de nadie; o cree que con el diminutivo «inditos» se absuelve de racismo al coloquio cotidiano, sin caer en cuenta de su infantilizar con ello a las etnias en cuestión.

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Ese privilegio heterosexista que ve en el escaño de una congresista de Lesbos un triunfo abusivo de la corrección política; eso, y nulidad.

Ese privilegio teísta que se otorga la bula de tildar de inmorales o amorales a quienes no nos arrodillamos ante el todopoderío de seres improbables, ni precisamos de kerigmas ni de libros místicos para conducirnos de manera ética en el mundo. Y a cuenta de aquella percibida amoralidad, puede que sea antes factible tener un/a presidente/a abiertamente lésbico-gay-bisexual (trans, lo veo difícil) que uno/a abiertamente ateo/a en una república como la de Estados Unidos, afamada exportadora del integrismo de la cruz.

Ese privilegio cristiano al cual se exime de tributos en este hemisferio y, sin embargo, asiduamente se adueña de la potestad de interferir en leyes civiles; o que es incapaz de contemplar el frontispicio de una mezquita sin pensar al instante en herejía, camellos, la yihad y Usama ben Laden, pues en cualquier seguidor de Mahoma percibe ineptitud para ser ciudadano en Occidente.

Ese privilegio musulmán en Egipto, o ateo en Cuba, que dispensa a los cristianos la «merced» de practicar su religión en sus propios sitios de culto, y mira en ello un gesto de gracia y complacencia, olvidándose del hecho de que esta libertad viene ya garantizada con absoluta transparencia en todos los tratados internacionales suscritos en buena lid.

Ese privilegio biopolítico que asimila travesti con transgénero, o se permite asignar a las personas transgénero la carga negativa de «mutantes» y se queda tan tranquilo, incluso por boca o teclado de algunos formadores de opinión que, tal vez a su pesar, son tenidos en estima de fanales de la intelectualidad nacional.

Ese privilegio falocéntrico en cuyo imaginario se fija al género masculino como estándar, como default de la especie humana —tan para el idioma, cuan para el resto de facetas de la vida—, y piensa que lo demás son concesiones a mujeres plañideras e histéricas que tienden a no depilarse ni usar calzón de encaje.

Y los hay varios. Esta enumeración caótica no pretende ser exhaustiva. Clarifico: no hay dos privilegios iguales, y disponer de un privilegio no es en sí mismo forzosamente reprochable. Lo reprochable es a) ni siquiera reconocerlo ni b) intentar hacerle menos miserable la existencia a quien carece de él. Lo primero se resuelve con introspección y autoconsciencia; lo segundo, con solidaridad. Con un módicum de empatía, que no lástima.

3. Lo impolítico de las correcciones

«La noción de corrección política ha encendido controversia por todo el país. Y, aunque el movimiento surge a partir de un loable deseo de barrer los escombros del racismo y el sexismo y el odio, sustituye viejos prejuicios con nuevos. Declara que ciertos temas son zona vedada, que ciertas expresiones son zona vedada, que ciertos gestos son zona vedada».

Era mayo de 1991, tres años después de la publicación del ensayo de McIntosh, y las palabras brotaron de la boca de George Bush padre.

Es decir, brotaron de la boca de un hombre, anglosajón, heterosexual, protestante (principal religión de su país), acaudalado, graduado de Yale, mentalmente capaz, físicamente inmaculado y nacido en la primera potencia económica mundial. Es decir —excluyendo juventud—, salieron de la boca del privilegio non plus ultra, del privilegio en su apoteosis, de la hipóstasis del privilegio.

También es decir, brotaron de la boca de un individuo que jamás ha debido tolerar los golpes crueles y traumáticos —con distintos grados de dolor— que son el legado de prejuicios, expresiones, gestos y cualquier modalidad de agresión discriminatoria por la simple pertenencia a un grupo económica, biológica, social, sexual, cultural o moralmente marginado hasta el ostracismo.

Retire usted a un individuo varias veces privilegiado (por lo corriente, un hombre heterosexual blanco o mestizo, pero no siempre ni todos) de su zona de confort y naturalmente mostrará incomodidad. Pídale que se explique y responderá, entre huidizo y atacante, con algo semejante a lo expresado por aquel conservador que perdió la primera guerra de Irak. Lo penoso es ver aquella narrativa absorbida hoy también en pliegues cerebrales que ayer pudieron haber militado en cualquier contracultura.

Lo que empezó siendo una broma interna entre la intelligentsia de la nueva izquierda que consideraba «políticamente incorrectas» las ideas no apegadas con rigor a la ortodoxia comunista, ahora es básicamente usado con peyorativo regodeo para denostar a un no privilegiado que maúlle con respeto por un poco de respeto.

Después de todo, esta actitud suspicaz y poco fraterna es entendible si se tiene en cuenta la invulnerabilidad ancestral de aquellos con poder, conscientes o no de él. Al otro lado fluvial de sus privilegios históricos, ahora vislumbran una minirrepública de Weimar, pero poblada por hordas de agelastas en disfraz de Hello Kitty. Desde aquella ribera aventajada, asimismo, lo delante observable es un sóviet ideado para adiestradores de jaurías rabiosas con miras a soltarlas en persecución de disidentes y en provecho del «Nuevo Orden Mundial», que será distópico o no será.

Lo delante observable es también, opinadamente, una rectoría censurista y aglutinante de hípsteres, pécoras, desviados, resentidos, troles teatrales, ogros epicúreos y narcisos circunspectos con pancartas muy correctas y políticas, cuyo ocio colectivo parece disiparse en ir por ahí aporreando a las nueve musas, extramuros del orwelliano territorio, con el peligro de llegar a ser capaces de crucificar a monjes tibetanos en el Gólgota de la ciencia y en nombre del ateísmo vertical, o así. (¿Verdad que somos cute? ¡Si dan ganas de abrazarnos!).

Dicha minirrepública, además —y siempre a juicio de los privilegiados de mayor categoría—, es necesariamente «posmoderna», adjetivo al cual todos hemos ido torturando hasta sacarle ochenta y dos o veinticinco significados posibles que se amolden a cuanto quiera cada quien, sin quizás haber leído media línea de Lyotard e tutti quanti.

Ya se les oye a aquellos exclamar: «¡Alerta, alerta… que, como Alarico y sus bárbaros a las puertas de Roma, las huestes de esa picajosa progresía amenazan con tomar la ciudad letrada porque ansían corromper nuestras costumbres de toda la vida; en cuenta, la costumbre de segregar!».

«Y desde el politburó de la izquierda de champán vendrán las brigadas de la corrección política y nos dirán, muy a lo Fashion Police, que tal o cual vocablo no está de temporada, de la misma manera en que el morado litúrgico es ponible en Adviento y Cuaresma y no después. ¿No nos gusta? Nos señalarán entonces el sendero del gulag».

¿Reductio ad absurdum? Mis hipérboles son pocas. Aquí la parodia genera autoescritura.

***

Pero viene el privilegio y te notifica, mujer, que tu versión de feminismo no es la buena. Viene el privilegio que te explica qué has de entender por racismo, vos, indígena o negro. Viene el privilegio que te instruye en homofobia: tu denuncia, marica, no se corresponde con mi concepto de discriminación; al contrario, me perseguís.

Raras veces el privilegio inicia su acto ilocutivo con un: «Analicemos los componentes de tu cultura o la diversidad de tu grupo humano», sino: «Esos banales componentes de tu cultura o esa esperpéntica diversidad de tu grupo humano son una tomadura de pelo (o, como máximo, un punto de vista sobrevalorado)».

Si la parte interpelada discrepa y lo enuncia, la respuesta no estila ser: «Bueno, entonces ayudame a entender de qué se trata tu alteridad, tu identidad o tu singularidad, y decime cómo puedo colaborar con tu causa para ver si me uno yo también», sino, de manera previsible: «Sos un/a intransigente y tu postura está a un chasquido de imponernos a todos/as tu forma de pensar. Fanático/a».

Nunca como hoy ha tenido el hegemonizado o subalterno el poder de vocalizar la particularidad de su opresión, haciéndose notar en paz —con la peca ocasional acá y allá—. Ante el peñón del statu quo, sin embargo, esa sonoridad resulta poco menos que un homenaje al falangismo y una obertura para Mao. A oídos dominantes, se diría que cada respuesta del desfavorecido se convierte en acometida, cada desacuerdo en mentís y cada reparo en incendio.

Por supuesto: en cualquier sector (civil, religioso, apolítico) se entrenan profesionales de la autovictimización, y, metafóricamente, algunos aun practican la precautoria zorrería de vagabundear toda la jornada con la tiza que les sirva para dibujarse su propia silueta en el asfalto según la forma en que caerán, caso de crimen —auténtico o fingido—. Notoriedad es lo que buscan, amén de billeteras contentas.

Que no es todo microagresión o microinvalidación y que también hay excesos en la brega es tan verdad como la esfericidad de la Tierra. Mas eso no abarata la premisa básica: el haber de prácticas fácticas, sistémicas, lingüísticas, en lo cotidiano y lo sempiterno, que son esencialmente segregacionistas, que invisibilizan, que vejan, que denigran, que deshumanizan al sujeto conculcado por los poderes que son.

Así y todo, algunas opiniones públicas confunden cándidamente reivindicación con revanchismo. De manera tangencial, uno esperaría que fueran al menos lo suficientemente agudas como para discernir entre normalizar y normativizar. O entre asimilacionismo e integración. O entre aculturación y transculturación. Igual podrían equivocar cliché con chicle, y tampoco pasaría nada.

Lo calamitoso, insisto, es que tales opiniones acaban ya descendiendo en un discurso protorreaccionario o neocón (elija usted); un discurso deshonrosamente similar al de Fox News, megáfono del Tea Party y de la autodenominada alt-right —aunque sería alt-Reich más exacto decir— y, en suma, similar al de la canasta básica de deplorables donde cabe todo el electorado del caballeroso Donald Trump, Mussolini de cabaré. Sospecho: no les alegrará en desmesura intuir que se encuentran en tan peculiar concomitancia.

De igual modo, quienes se querellan por la corrección política suelen converger con cuantos lamentan ya no poder discriminar con libertad, porque los discriminados sacan hoy indiscriminadamente la carta de la discriminación en aras del victimismo, y eso discrimina al discriminador. ¿Puedo sonreír, o esto tiene el ensueño de ser un argumento en seriedad?

Lo diré con dulzura: «A estos “indios”, “perras” y “huecos” ahora ya no se les puede decir ni mierda porque, ¡puta!, rapidito se mosquean y se soliviantan. Tan bonito que era antes, cuando solo los machos como Dios manda, mejor si de piel clara, tomábamos decisiones importantes, y las cerotas se quedaban planchando o cuidando a los ishtos, mientras esos culeros de la mano caída ni siquiera amagaban con salir del clóset y el indial pisado decía “sí, patrón” sin levantar la vista». Hela ahí: es la narrativa psicosociohegemónica guatemalense, desbrozada ya de su barroco y de su felpa y su frufrú.

Rala sangre y poca le infunden al torrente de la convivencia quienes, ante una señal demandante de justicia y ante sus simpatizantes, optan por prestar el tímpano a la taquicardia discursiva del hegemón —no sea que se infarte— y presagian, con hórridos augurios, que un justo y sostenido reclamo a voz en pecho del hegemonizado llevará por fuerza a relaciones sulfurosas entre actores sociales.

4. Raseros posibles

En usufructo del concepto de corrección política como mecanismo de defensa, los privilegios dominantes ven en ella un calefactor de autoritarismos e intifadas: una degradación de autoridades que le allana el camino a la parusía del fascismo de pensamiento único, incluso en principados como el del arte.

Pero el programa no va de pisotear libertades creativas ni de prohibir expresiones artísticas para privilegiar el solipsismo del desventajado Otro. Se trata de la voluntad de entender la naturaleza de ese Otro, reconocerlo en su desventaja y considerar las ramificaciones perniciosas que los actos propios (incluidos los estéticos) pudieren suscitar a escala social y que pudieren agravar —más, si cabe— aquella desventaja. Algunos lo nombrarán autocensura; yo lo nombro sensibilidad empática. Hay largo trecho entre aquello y la fatídica formación de nuevas ortodoxias que puedan ir aparejadas con la puesta de nuevos cepos al pensamiento en el tótem de la civilización.

¿Están en pie de igualdad, pongamos por viñeta, un boliviano compositor de una canción sobre sociopatías canadienses y un canadiense director de un film donde, para entretenimiento de audiencias primermundistas, se retraten sociopatías bolivianas, aun de manera ficticia? A mi ver, no —bien que en ello admito debatibilidad—. Pero poco disenso habrá en lo siguiente: si el señor Jimmy Morales hace una pseudoapropiación cultural a costillas de indígenas y garífunas en nombre del arte de la comedia, esto es cuando menos problemático.

Distinto es el compás de la literatura escrita —desde mi modesta perspectiva, un arte con mayor inmunidad y más vocación de apertura, por alguna esotérica razón que me es esquiva (comoquiera, lo dejo a reflexión)—. Lo cierto es que sin pullas, vilipendios, acrimonias, caricaturizaciones y sarcasmos, no habría historia de la literatura ni literatura misma tal cual la conocemos.

Habría que ser un bobo de escasas letras, o un lelo de letras muchas, como para hacer un análisis literario donde todos los registros del habla —del coloquial al grave o del técnico al satírico— se midan con la misma vara; o como para no distinguir entre historicidad y fantasmagoría, o entre el lenguaje en función estética y el lenguaje a nivel pragmático, o entre ámbito fictivo y realidad material… llena de inquinas, tundras, penumbras y cochambres infinitamente más infames que no importa cuál intención transmitida por toda obra de arte en cualquier soporte físico, espacial o temporal. Pero me desvío.

Sé que en la academia veranean nueve zoilos o dos que condenan a Shakespeare o a Lope de Vega, como ejemplo, por antisemitismo (y lo hay en sus obras respectivas), pero sin la básica exigencia de ponderar con estricta solidez los contextos sociohistóricos donde ambos titanes enramaron sus ingenios. Y el producto de aquel juicio sumario, me temo, es con frecuencia un atril moralizante. Moralizante y clerical, que vienen siendo igual cosa.

Pese a ello, me aventuro a afirmar que, dadas sus aprensiones antifemenil y misojudaica, una obra como las Sátiras de Juvenal no disfrutaría de buena recepción si hubiera sido dada a la estampa por vez primera en nuestra época. Como tampoco habría sido imaginable traer a la mesa la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la dignidad inherente a toda persona en tiempos del Imperio romano, cuando la esclavitud era canónica, y, por puro orgasmo de multitudes, en el Coliseo se ponía a combatir a toros contra osos y a mujeres contra enanos.

Entre Juvenal y nosotros median por lo menos diecinueve siglos, cuantiosos períodos literarios, cincuenta estilos arquitectónicos, la invención de la imprenta, dos bombas atómicas, doce hombres en la Luna, grandes genocidios, varios movimientos de derechos civiles y la creación de internet. ¿Comprendemos?

«Es que mis potencias creativas», escucho refunfuñar a cierta Ilustración de aquí a Montevideo, «están por encima de los efectos reales infligidos a seres humanos reales que ya de suyo pugnan con estigmas. Tengo patente de corso y no me conmueven las cuitas del aplastado. Y echo en falta que se haya perdido la ironía después del 11 de septiembre de 2001, o eso creo, y miserere mei».

¿Cómo lograr un equilibrio entre mi libertad y la dignidad de quien no sea yo? That is the question, después de la de Hamlet. Clave posible: si la libertad amplificada está del lado del privilegio y la dignidad humillable está del otro, la prudencia es cosa de sentido común.

Siempre existirán conciencias que envuelvan la justificación de su privilegio en derredor de abstracciones, no de las realidades concretas de personas concretas. Si les aturde pensar en praxis específicas cuya deconstrucción es necesaria por ser opresivas, se decantarán tal vez por levantar supraandamiajes en el Topus Uranus que no terminan sino dando pábulo a la inercia.

Inercia. ¿Algún criterio benéfico podría concebir la permanencia intacta de un sistema de poder que dé «trato desigual a una persona o colectividad por motivos raciales, religiosos, políticos, de sexo, etc.» (‘discriminación’, 2ª acepción, DLE, 23ª ed.) a fin de que no se deforme en meandros gelatinosos este paisaje sociocultural contemporáneo, segregacionista como lo conocemos?

Eso sería codiciar la eternización de indignidades, a menos que lo verdaderamente querido sea podar la arboleda para divisar al preciso grupo o minoría subyugados cuya discriminación es perfectamente válida porque su identidad aún se pudiere tener por irrisoria. De cualquier modo, cada cual seguirá siendo libre de expresar lo que le salga de las gónadas, y el resto será también muy libre de expresar su divergencia: la libertad de expresión es un bulevar de doble vía.

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Algunas conciencias más, de otra parte, creen excusar sus pequeñas parcialidades opresivas con la falacia anecdótica. Miscelánea: «La Vivian, mi compañera de oficina, concuerda conmigo en que es a nosotros los varones, no a las mujeres, a quienes corresponde gobernar un país». «Tengo un amigo cobanero de familia q’eqchi’; no se enoja si yo le digo a alguien más: “¡No seás ‘indio’!”». «Mi exesposo se casó con una beliceña y a ella parece que no le molesta si yo cuento chistes de negros». «Mi peluquero es gay y se burla conmigo de otras “locas”». «Mi vecino en Sídney es aborigen y le da igual si los blancos describimos a su grupo étnico, en textos escolares de primaria, como algo semejante a una turba neolítica que es parte de la estepa». Como si una sola persona representase a su comunidad o a su género enteros.

El tema no es si el oprimido es incapaz de reírse de sí mismo en forma salutífera. El tema es que con la perpetuación del privilegio discriminador, sobre la base frecuente del prejuicio, se conserva inoxidable todo el aparato de la injusticia social (entendido su contrario como la igualdad de oportunidades). Cuando, en otras patrias, bastante de esto se enseña desde hace decenios en facultades universitarias —y es incluso materia de jurisprudencia—, infelizmente aquí todavía nos hallamos en la etapa explicativa.

Podemos conversar sobre el asunto hasta la segunda venida del Señor o hasta que caiga la tarde y las vacas regresen al establo. Si no comprendemos aquello, estamos destinados a seguirnos topando cabeza con cabeza. Como fuere, temo que nuestra terrenal bienaventuranza (a falta de mejores términos) permanecerá incompleta en tanto no sean inventadas, entre muchas otras cosas, las máquinas de aguantar insultos e impertinencias, que ya imaginaba Julio Camba en el recién pasado siglo XX.

Por cuanto a servidor respecta, si le dan mercancía podrida, pagará desde luego en especie. ¿No se trata a servidor con dignidad? De servidor no esperarán lirios ni lotos. Servidor no es Gautama, ni Jesucristo, ni tiene servidor la más remota intención de entregar el sayo y poner la otra mejilla. Cuán predecible se vuelve y cuán impúber, ¿no? Y, sin embargo, si se fijan, lo que viene servidor a dar en realidad es tedio. Dicho a la criolla, hueva.

Finaliza servidor con una cita adjudicada a Hannah Arendt, magna entre sus pares. Aun si la cita no es suya, no pierde en fundamento ni limpieza: «Ellos no son responsables de la discriminación que ha sucedido, pero sí son la consecuencia si deciden no terminarla». Reemplácese «ellos» por «nosotros», «son» por «somos», y «deciden» por «decidimos», y esto seguirá siendo tan verdad como que el Gran Jaguar se yergue en la selva de Tikal. Lluevan las piedras.

Ramón Urzúa-Navas

Soberanía orgánica con alguna conciencia de sí misma. Habita Sobrevive de momento en Nueva York Chicago, Subsiste indefinidamente en Guatemala (y desempleado). en una de cuyas universidades persigue la obtención de un doctorado donde se plantea seriamente el abandono de la academia. Tiene claro que lo emborrachan la poética, la retórica, la gramática, la filología, la estética, la metafísica, la historiografía, las ciencias, las culturas, los vinos, usted y otros asuntos misteriosos. Ha sido corrector intransigente, catedrático inexperto, traductor plurilingüe, barman ocasional y a veces bohemio, para menor gloria de dios. Aspira a articular alguna coherencia posmoderna mientras cree en un planeta menos bestial. Todo lo demás carece de importancia.

2 Comments

  • Reply November 7, 2016

    Amigo

    Que siga la mata dando!

  • Reply November 7, 2016

    Ramón U.-N.

    No tengo muy claro a qué se refiere, Amigo, pero le agradezco el comentario. Un saludo.

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